Mientras escribo
esta columna revolotean a mi alrededor como si lo supieran. Y en realidad lo
saben: saben que las estoy creando con palabras en otra dimensión, de este lado
del tiempo y de la luz. A lo largo de todos estos años he pasado de ser aquel
que las miraba, a ser yo mismo el objeto de su contemplación. Quiero decir que
me conocen, que me esperan y que me han enseñado a entender su difícil lenguaje
de llamas crepitantes y de metales preciosos.
Cada verano volvíamos a Castrodeza y
ellas ya estaban allí desde la primavera, o sea que en rigor la casa era más
suya, y luego partíamos a la vez a primeros de septiembre, cuando brotan los quitadesayunos:
ellas al África y nosotros a un nuevo curso, a crecer, a la melancolía... Y sí,
supongo que nos hicimos mayores, que comenzamos a quedarnos pasmados ante la
belleza y que la vida nos llevó por donde quiso, que era justo por donde
teníamos que ir. Y llegó ese verano secretamente temido en que ya no estaría
con nosotros nuestra madre, luz en la luz, avecica llamada a volar en otro
cielo...
Pensé que no podría soportarlo y
decidí no luchar. Me quité la armadura pieza a pieza, la celada de encaje, el
yelmo de Mambrino, y rendí la espada que una vez fue mi corazón. Salí al
corral, que es como llamamos a los patios en Castilla, me senté en un cantón y
me dispuse en silencio a esperar la muerte. Y entonces llegaron ellas, con su
música maravillosa, y se posaron sobre mí como si fuera un árbol...
En los días siguientes comencé a
tomar unas pequeñas notas, apuntes del natural, porque esa sería ya mi manera
de permanecer en el mundo, una especie de
cuaderno de vuelo, mirándolas. Ese libro sin peso (sin pesar), lleno de gracia
(de agradecimiento hacia ellas) es mi Balada de las golondrinas.
Eduardo Fraile
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