Era el calor, pero
también el que mi abuela fuese albina, y luego nuestra piel de leche, de niños
de ciudad: el caso es que mi madre nos compraba sombreros en el comienzo de
cada verano: rubia, finísima paja trenzada haciendo un cesto (quien hace un
cesto hace ciento), leve, mínimo escriño como para coger huevos de pájaros,
o un nido para los pájaros de nuestra cabeza.
Qué largo se nos hacía el trayecto
hasta la plaza de las Tenerías, desde donde salían los coches de línea de los
pueblos. Íbamos andando, orbitando como pequeñas lunas en torno a nuestra
madre, sus brazos como ríos por donde navegaban, azules, las maletas. Ganábamos
la plaza Circular, ya hechos un ovillo de lana dicharachera, el calor denso de
las 6 de la tarde. De allí había que llegar a la Cruz Verde, donde bebíamos
para afrontar la longitud de la calle Mantería... y poco a poco aparecían ya el
mercado del Campillo y la plaza de España. ¡Un helado ni hablar, que os coge
la garganta!
A mitad de Miguel Íscar entrábamos
en la sombrerería Santos: los cuatro no cabíamos a la vez, y los chicos nos
quedábamos vigilando el equipaje mientras las chicas se probaban todas las
pamelas. Cuando llegaba nuestro turno no nos quedaba ya ninguna gana de
protestar. Y ya era duro el sol, como una piedra, para encima tenernos que
poner esos sombreros tan cursis.
Pero nos lo poníamos. Y desde allí
ya sólo nos quedaba la plaza de Zorrilla, la Academia de Caballería y la calle
de San Ildefonso... La otra mitad del mundo, pero ya no importaba: agotados,
febriles, aguantándonos las ganas de llorar, exaltados por la proximidad (y la
extensión desmesurada) de las vacaciones, asustados ante la perspectiva del
viaje que nos esperaba por aquellos caminos polvorientos del futuro, con una
sed que nada podría ya saciar... y muertos de vergüenza.
Eduardo
Fraile
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