jueves, 20 de marzo de 2014

Los sombreros (sábado, 30 de junio de 2012)



            Era el calor, pero también el que mi abuela fuese albina, y luego nuestra piel de leche, de niños de ciudad: el caso es que mi madre nos compraba sombreros en el comienzo de cada verano: rubia, finísima paja trenzada haciendo un cesto (quien hace un cesto hace ciento), leve, mínimo escriño como para coger huevos de pájaros, o un nido para los pájaros de nuestra cabeza.
            Qué largo se nos hacía el trayecto hasta la plaza de las Tenerías, desde donde salían los coches de línea de los pueblos. Íbamos andando, orbitando como pequeñas lunas en torno a nuestra madre, sus brazos como ríos por donde navegaban, azules, las maletas. Ganábamos la plaza Circular, ya hechos un ovillo de lana dicharachera, el calor denso de las 6 de la tarde. De allí había que llegar a la Cruz Verde, donde bebíamos para afrontar la longitud de la calle Mantería... y poco a poco aparecían ya el mercado del Campillo y la plaza de España. ¡Un helado ni hablar, que os coge la garganta!
            A mitad de Miguel Íscar entrábamos en la sombrerería Santos: los cuatro no cabíamos a la vez, y los chicos nos quedábamos vigilando el equipaje mientras las chicas se probaban todas las pamelas. Cuando llegaba nuestro turno no nos quedaba ya ninguna gana de protestar. Y ya era duro el sol, como una piedra, para encima tenernos que poner esos sombreros tan cursis.
            Pero nos lo poníamos. Y desde allí ya sólo nos quedaba la plaza de Zorrilla, la Academia de Caballería y la calle de San Ildefonso... La otra mitad del mundo, pero ya no importaba: agotados, febriles, aguantándonos las ganas de llorar, exaltados por la proximidad (y la extensión desmesurada) de las vacaciones, asustados ante la perspectiva del viaje que nos esperaba por aquellos caminos polvorientos del futuro, con una sed que nada podría ya saciar... y muertos de vergüenza.


                                                           Eduardo Fraile

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