Recuerdo que de niño, durante
la Semana Santa (o quizá sólo fuese el viernes y el sábado) se tapaban las
imágenes de los retablos con grandes paños de color morado. Hace mucho que no
lo veo hacer: a lo mejor era una costumbre de esas que el Concilio consideró negligibles,
pero a mí me gustaba, dónde guardarían todas aquellas telas que cubrían el
mobiliario de las iglesias, como esas mansiones vacías con todas las butacas en
sus fundas. Cajones y cajones de las sacristías, o baúles y arcones repletos de
seda violeta que sólo se sacaba durante tres días al año, uno y medio quizá.
O quizá es que en un momento dado dejamos de ir a misa, y
a los Oficios del jueves y viernes Santo, y a la Vigilia pascual del sábado,
con los cirios y las velas donde poníamos nuestro nombre grabándolo con
pimentón. No sé. También las cosas eran distintas según estuviésemos en la
ciudad o en el pueblo (en la ciudad no había carracas por las calles, su
tableteo estridente como ráfagas de ametralladora).
El caso es que toda aquella simbología, todo ese ritual
del que formábamos parte como actores y espectadores a la vez, fue pasando de
lo esencial a lo accidental, de nuestra fe sencilla y profunda de niños al
acto, a la representación, a la escenificación teatral, cultural, artística,
aventuraríamos, turística, qué les voy a contar, patrimonial (de nuestro
patrimonio material e inmaterial), etnográfica, en fin, religiosa, si me
apuran, inclusive.
El domingo de Resurrección se retiraban de nuevo aquellas
colgaduras, aquellas riquísimas (sedas, gasas, terciopelos) vestiduras de luto.
Y los ángeles volvían a revolotear en nuestro corazón.