miércoles, 30 de abril de 2014

Un luto breve y violeta (domingo, 20 de abril de 2014)



           

            Recuerdo que de niño, durante la Semana Santa (o quizá sólo fuese el viernes y el sábado) se tapaban las imágenes de los retablos con grandes paños de color morado. Hace mucho que no lo veo hacer: a lo mejor era una costumbre de esas que el Concilio consideró negligibles, pero a mí me gustaba, dónde guardarían todas aquellas telas que cubrían el mobiliario de las iglesias, como esas mansiones vacías con todas las butacas en sus fundas. Cajones y cajones de las sacristías, o baúles y arcones repletos de seda violeta que sólo se sacaba durante tres días al año, uno y medio quizá.
            O quizá es que en un momento dado dejamos de ir a misa, y a los Oficios del jueves y viernes Santo, y a la Vigilia pascual del sábado, con los cirios y las velas donde poníamos nuestro nombre grabándolo con pimentón. No sé. También las cosas eran distintas según estuviésemos en la ciudad o en el pueblo (en la ciudad no había carracas por las calles, su tableteo estridente como ráfagas de ametralladora).
            El caso es que toda aquella simbología, todo ese ritual del que formábamos parte como actores y espectadores a la vez, fue pasando de lo esencial a lo accidental, de nuestra fe sencilla y profunda de niños al acto, a la representación, a la escenificación teatral, cultural, artística, aventuraríamos, turística, qué les voy a contar, patrimonial (de nuestro patrimonio material e inmaterial), etnográfica, en fin, religiosa, si me apuran, inclusive.
            El domingo de Resurrección se retiraban de nuevo aquellas colgaduras, aquellas riquísimas (sedas, gasas, terciopelos) vestiduras de luto. Y los ángeles volvían a revolotear en nuestro corazón.

                                                                   Eduardo Fraile

lunes, 7 de abril de 2014

Mamen (sábado, 5 de abril de 2014)



            Recuerdo aquellos meses en el profundo Sur, convaleciente entre los olorosos eucaliptos, como cuando mi madre nos hacía tomar vahos en la cocina de Madrid, bajo grandes toallas, durante nuestros primeros resfriados… Era el otoño lluvioso del 83, y luego fueron el invierno más lluvioso aún y la primavera dulce del 84 en Valverde del Camino, ese pueblo de Huelva donde se hacían los botos camperos que calzaban los pogres de postín.
            Recuerdo a Mamen, sus piernas largas y flexibles exhibiendo aquellos vaqueros pintados con florecitas por ella, en esos ratos perdidos de la siesta en su casa fresquísima. Su delgadez, sus ojos negros mirándome, fijándose en el chico vallisoletano, ése de la barba del color de las castañas. Eran muchas hermanas, todas guapas, cada una con su belleza especial. Qué casa aquella, me parecía  que así tenía que ser el Paraíso, y ellas salían con unos y con otros, taconeando mucho, rompiendo corazones, como tiene que ser. Mamen.
            Todavía recuerdo el sabor de su saliva, el tacto de su piel que me dejaba sin palabras, como con extrañeza, como si no fuera de aquí. Seguro que se casaría, que ahora tendrá a su alrededor una copiosa cosecha de ángeles humanos con omóplatos (o escápulas) que les delatan. Tan alta, tan esbelta, tan educadamente bien plegadas sus alas…
            Yo no sé, quizá la vida bien me pudiera haber dejado allí, con ella, entre los eucaliptos aromáticos, balsámicos, y los pinos salados de Valverde del Camino… Seguro que habría sido feliz al 100%. Pero la vida también sabe cuál es nuestra misión y nos preserva para ella.
            Cambiaría mis libros por no estar ahora recordándola, por haber compartido su alegría, su risa cabrilleante, cascabeleante, su ligereza, su vuelo chagalliano y sus pasos, cuyo eco aún resuena por los callejones de mi corazón.

Eduardo Fraile

sábado, 5 de abril de 2014

Expiación (sábado, 22 de marzo de 2014)



            Nos avergonzábamos de que nos besaran nuestras madres, nos avergonzábamos de que fueran a llevarnos al colegio, nos avergonzaba que nos llamaran a gritos (nuestro nombre resuena aún en los patios extintos, pero dicho por su voz de plata pura, sobreponiéndose al tiempo y a la soledad). Nos avergonzaba que pidieran un descuento cuando iban a comprarnos zapatos (Calzados El Toro, regalamos pelotas), o que regatearan en la Marquesina, que era el mercado de frutas y verduras de mi ciudad, en el comienzo de Muro o 2 de Mayo, una de esas calles que desembocaban en la Plaza de Madrid.
       Nos avergonzaba llevar paraguas en la lluvia, porque eso era de nenas, nos avergonzaba ya no ser mayores (incluso sacar buenas notas no estaba bien visto). Pobrecillos. Y nuestras madres eran las mejores del mundo, por supuesto, pero en su bondad entraba ya esa primera desafección de niños malos, o que fingen parecerlo ante sus compañeros de pupitre. Y como las amábamos sobre todas las cosas nos avergonzaba ser así, tener que ir sin bufanda (la bufanda que ellas nos anudaban con fuerza sobre el corazón) y pasar frío a lo tonto, y mojarnos bajo la lluvia oblicua de Fernando Pessoa, en una Valladolid secretamente lisboeta, o lisbonense, pero entonces eso era tener casi diez años y crecer dentro de los jerséis que ellas nos tejían con la lana de las ovejas del abuelo Bernardino y sus lágrimas.
             —Ay, este chico, este chico…
          Este chico que ahora pide perdón secretamente al aire, a las morcellas de la luz, caminando entre charcos de soledad y de palabras (que vienen a ser la misma cosa). Y eso debía ser luego la vida, la madurez, no sé, ese tiempo en que comienzan a llamarnos de usted nuestros yoes antiguos: El tiempo necesario para la expiación.


Eduardo Fraile

La pastora Marcela (sábado, 8 de marzo de 2013)



            El mejor discurso del Quijote no es el de las Armas y las Letras, o el de la Edad de Oro, esa noche que le invitan a cenar unos cabreros, o el de la Poesía, en casa —o quizá yendo hacia ella— de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán. El mejor discurso del Quijote no lo pronuncia don Quijote, porque él también se cuenta entre el número de aquellos a quienes va dirigido.
            El mejor discurso del Quijote, purísimo, durísimo, como que sale de los labios de la propia Belleza, es el de la pastora Marcela.
            Nos hallamos en el entierro de Grisóstomo, ahí, cabe esas peñas donde la viera por primera vez. Enamorarse es humano. Morir de amor también lo es, aunque esa expresión «morir de amor» no sea exacta del todo. No voy a extenderme en el estrecho espacio de esta columna en cosas que dura toda la vida saber, y que nadie nos puede enseñar, por otra parte. Y entonces aparece Marcela en todo su esplendor de ángel fieramente humana, ella, a la que todos imputan como la causa de su muerte.
            Casi toda la literatura y el arte, y no digamos la Poesía, nace de ese dolor, de esa aspiración a lo sublime encarnados en una criatura mortal. Incluso estos personajes de los que hablo (de los que habla Cervantes) surgen del mismo magma, del mismo humus siniestro y atormentado. De la misma hedionda basura. Del estercolero. (Qué es estercolero, y tú me lo preguntas, etcétera.)Y las palabras luminosas y terribles de Marcela, pronunciadas desde la verdadera humildad (desde la naturalidad) y la dulzura, también.
            Leedlas, si queréis saber lo que es bueno. Y dejad ya de lloriquear, falsos poetas.


Eduardo Fraile