sábado, 5 de abril de 2014

9 Infantas Margarita (sábado, 30 de noviembre de 2013)



            Entre los infinitos juegos con que podemos enredarnos en la contemplación de Las Meninas está ese ver girar como peonzas a sus figuras principales, o como planetas que rotan y se desplazan a la vez en elegantes movimientos de traslación o circunvalación. No vemos los pies de la infanta Margarita, ni los de las meninas Magdalena de Ulloa e Isabel de Velasco, ni los de Mari Bárbola. ¿Qué las sostiene en el aire? Se diría que bajo los guardainfantes llevaran una hélice, algo así como un ventilador entre el armazón de alambre (el miriñaque) que acampana sus vestidos.
            Todas las infantas Margarita que giran en el Tiempo, como quantos de luz, están aquí. O casi todas. Velázquez puso en danza esta constelación purísima, o por mejor decir su mirada, que luego fue la del rey Felipe IV y la de todos nosotros. El azar, el inexistente azar, ha juntado en el Museo del Prado hasta primeros de febrero los retratos de esta niña que estaban en el Kunsthistorisches Museum de Viena y en el Louvre de París con los que ya teníamos en casa, tres de ellos atribuidos en alguna medida a Juan Bautista Martínez del Mazo, más una imagen, ésta sí completamente del yerno de Velázquez, maravillosa y que nos deja sin aliento, de doña Margarita cinco o seis años después, de luto por la muerte de su padre.
            Verlas así todas juntas es una experiencia que no podemos dejar pasar. Quizá el momento de mayor verdad (de mayor naturalidad) de la pintura española, se produce cuando Diego Velázquez fija un instante del Tiempo y lo saca de la contingencia, del transcurso, del río del olvido, como un pez. Ese trozo de pura eternidad lo tenemos aquí. Es nuestra alma. Incluso la niña que lo protagoniza, desde sus distintas edades y desde las ciudades donde vivió y reinó, ha venido a mirarse en el espejo.


Eduardo Fraile

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