Me recuerdo sonámbulo por la ciudad, la Ciudad de
las altas aceras de Cortázar en «62/ Modelo para armar», la de la niebla
interior, la de los mataderos en el amanecer. Me recuerdo entrando en un cine
que ya no existe, el cine Coca, que bien podríamos situar ahora en la Santa
María de Juan Carlos Onetti, en la plaza Brausen, en cualquiera de los
territorios de la desesperanza, de la desolación.
No sé, quizá un abrigo negro con las solapas subidas,
aquella bufanda que contenía aún infinitesimales fragmentos de ADN de quien me
la regalara en una despedida. Nada hay tan triste sobre la faz de la tierra,
con la posible excepción… Y sacas una entrada sin saber qué se exhibe, sólo por
descansar apenas un momento de ti mismo… Bueno, qué les voy a contar que no
sepan ustedes: esos períodos de vacío interestelar entre un amor y otro amor,
en que aún no somos de nuevo plenamente nosotros, en que todavía no podemos
dejar de ser de nuevo en otro ser.
Y allí estaba
Anne Hathaway como recién caída de qué cielo, de qué aire nunca usado, para
reducir a la nada de un plumazo (de un aletazo) todo residuo de autocompasión.
Me quedé quieto, sin respirar nada durante esa hora y media (o sea que medio
debí morir), durante la siguientes cinco veces que vi aquella película (que
sólo ella, por el hecho de habitarla, convertía en maravillosa)…
Toda mirada, toda
beso. Con qué gracia sobrenatural pueden caber en una cara esos ojos tan
grandes, esa boca. Luego, con los años, la he ido siguiendo por las desastrosas
producciones que ha protagonizado (que sólo su belleza salva, ya digo), sólo
para saber que existe, que es real —en el irreal mundo del celuloide—, que
sigue en mi corazón.
Qué Óscar ni
qué Óscar. Que mañana le den el premio Eduardo Fraile.
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