viernes, 4 de abril de 2014

César, Umbral, acaso yo (sábado, 15 de junio de 2013)



            Conozco el café Teide por los libros de Umbral más que por el propio Ruano, que lo tomó por oficina tras ser expulsado del Gijón (o tras autoexpulsarse él mismo, pero esta historia, que también es historia de la Literatura, es procelosa de contar). César González Ruano, sus manos anilladas y pulcras aleteando entre las cuartillas que se apoyan levemente en el periódico doblado, la estilográfica de oro rasgando el hilo del papel con cadencia de música, de pasos, de violetas efímeras, de pura eternidad.
            Allí iba a verle Umbral, a saber que existía, a comprobar que aquel hombre iba deshaciéndose, deshilándose de su propia escritura que luego se multiplicaba en los diarios de la tarde (hubo un tiempo en que se hacían periódicos vespertinos) o de la mañana siguiente, que siempre sería la primera mañana de la Creación. Imagino sus primeras visitas, mirarle desde lejos (es decir, admirarle), no atreverse a interrumpir su escritura perpetua. Quedémonos ahí —quizá una limpia mañana de 1959 o 60—, el sotanillo del Teide, un joven escritor que se fija en el maestro, del que luego hablará mucho en sus libros, en sus miles de artículos…
            Mi café de Valladolid, aunque esté a pie de calle y no haya que bajar ninguna escalerilla, tiene algo de aquel Teide de Madrid. Alguna de estas estudiantes que me observan curiosas, mis ninfas de la escuela de Arte, es María Jesús, la protagonista de “Si hubiéramos sabido que el amor era eso” (María Jesús fue su nombre real), una novela maravillosa que han de leer todos ustedes. Y quizá algún joven poeta, cuya mirada me obstino en no querer cruzar, un día escribirá “Muerte de César”, ese artículo póstumo que todos hemos de hacer, con mi nombre ahí arriba.


Eduardo Fraile

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