Hace tiempo que no me sucedía algo así: sorprenderme a mí
mismo buscando una canción en el dial. Esa canción que compendiara una historia
de amor y que tuviese el poder (con sólo oír su melodía) de resucitarlo. Heme
aquí, como el ladrón que gira con delicadeza insuperable la rueda de las
emisoras, adivinando la combinación de aquella caja inexpugnable donde duerme
mi alma mejor: la que amó, la que murió, la que volvió a amar tantas veces y
tuvo que partir desnuda tantas otras…
Y esa canción que hace el silencio a su alrededor (porque
el silencio se detiene a escucharla) es De cero, de Dani Martín. Las
adolescentes la corean, palpitantes, aleteantes, novísimas… ¡Se la saben de
memoria! ¡Ellas, que aún no comprenden lo que dice de verdad esa canción porque
apenas han tenido tiempo material de aprenderlo!
Dani Martín ha conseguido esa cosa tan rara en la música
pop: ese momento sublime que pone los pelos de punta, que nos rasga de arriba abajo
el folio de la columna vertebral. A la altura de Jacques Brel, de Gainsbourg o
de Springsteen… Y luego, no sé, medio saber o intuir que no se puede hacer algo
tan bello si no nace del propio dolor. Y eso es el Arte.
A lo mejor me
equivoco, pero este chico cazó un ángel, uno de los ángeles de mi misma ciudad,
de mi Barrio de maravillas. Algo tendría si Patricia (Patricia Conde)
le quiso. Pero luego la perdió. Como tiene que ser. Porque la vida nos enseña
(con dolor, pero también con deslumbrante lección) cómo hemos de perder lo que
amamos si queremos que dure para siempre.
Eduardo Fraile
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