Ahora que mi patio escolar se ha
convertido en aparcamiento subterráneo, quiero recordar al Hermano Honorio
Rojas, nuestro profesor de 5º de primaria el año mágico de la Gran Nevada, o
del Delfín («Un delfín en Valladolid» titulaba El Norte de Castilla), o
el año del desembarco de los ángeles… Su manera de enseñar era caótica y
brillante, deslumbrante, cautivadora, sensacional. Aún hoy, todavía dibujamos
en el aire sus palabras: El río es un camino que anda. La montaña es un
terreno de dificultades permanentes. Nos hablaba con profusión,
exuberantemente, de las selvas amazónicas y de la cordillera de los Andes,
porque había vivido muchos años en América. Supongo que estará dándoles clase a
los ángeles parvulitos en un cielo sin fin, con todos los rotuladores
imaginables a su disposición. Él nos abrió los ojos a lo maravilloso del mundo,
y a los muchos lenguajes con que el mundo nos habla. A él le debo de algún modo
mis libros, y quiero dejarlo dicho aquí. La limpieza, la curiosidad (y la perplejidad,
si se quiere), la fiebre y la valentía y la determinación que puedan verse en
mi mirada, él las sacó a la luz. Teníamos 10 años. Construimos un avión. Nos
dejamos arrebatar por la belleza de unas niñas casi sobrenaturales. Eran
francesas sobre la nieve vallisoletana. El ala del misterio nos tocó
profundamente el corazón apenas estrenado. Cuando el curso acabó nos enteramos
que también se jubilaba nuestro profesor. Fuimos a verle varias veces en el año
siguiente al colegio La Salle: Javier Serrano, Juan Carlos Rodríguez y yo. Le
echábamos de menos, le necesitábamos (porque echábamos de menos a Marianne, a Îvonne,
a Claire, que habían vuelto a París). Y le vimos llorar cuando nos despedíamos.
Adiós, Hermano Honorio. Las cosas no van bien desde entonces. Nos hicimos
mayores, la vida… nos fue perdiendo… por el camino.
Queremos
que vuelva con nosotros.
Eduardo Fraile
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