A veces el placer es puro, pleno de sencillez, hay una
entrega natural de los cuerpos (de los sólidos) en el espacio. Sucede como el
paso de las estaciones, como el pulso del sol, como la danza de las demás
estrellas. Parecería que la primavera haya traído ese sucederse de las cosas,
esa fluidez de las alas de las golondrinas, de la labor de las abejas, de los
brotes del rosal. Y esos cuerpos (esos sólidos), que acaso también parecerían
en un primer momento impenetrables, abren sus puertas secretas (que ni siquiera
eran conscientes de tener) a la fecundación, al soplo del espíritu, a la
entrada del Todo.
Porque el Todo cabe en cada una de sus partes, y cada
parte encaja no se sabe muy bien cómo ni por qué en la ecuación del mundo. ¡Ah!
A veces el placer es puro, pleno de sencillez, y no desencadena ninguna
consecuencia nefasta en el orden del universo. Pero no seríamos humanos si no
tuviéramos esa pulsión, esa inclinación a complicarlo todo. Con lo sencillas
que son las benditas cosas, con lo nítida, transparente y elocuente, franca el
ánima de los animales…
Quien haya amado mucho (y en consecuencia haya tenido
luego que morir) sabrá reconocer las señales cuando se presentan. Pero da
igual, es inevitable. Quisiéramos huir, minimizar las consecuencias, llamar en
nuestro auxilio a la sabiduría. Estamos hechos de tierra (humanidad viene de humus)
y estamos hechos de luz. A veces el placer es puro, etcétera, pero otras veces,
en cambio, se produce un trastorno en las órbitas elípticas de los planetas, y
los cataclismos estelares inician su espiral de violencia infinita: es el Amor.
Eduardo Fraile
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