Nos avergonzábamos de que nos besaran nuestras madres,
nos avergonzábamos de que fueran a llevarnos al colegio, nos avergonzaba que
nos llamaran a gritos (nuestro nombre resuena aún en los patios extintos, pero
dicho por su voz de plata pura, sobreponiéndose al tiempo y a la soledad). Nos
avergonzaba que pidieran un descuento cuando iban a comprarnos zapatos (Calzados
El Toro, regalamos pelotas), o que regatearan en la Marquesina, que era el
mercado de frutas y verduras de mi ciudad, en el comienzo de Muro o 2 de Mayo,
una de esas calles que desembocaban en la Plaza de Madrid.
Nos avergonzaba llevar paraguas en la lluvia, porque eso
era de nenas, nos avergonzaba ya no ser mayores (incluso sacar buenas notas no
estaba bien visto). Pobrecillos. Y nuestras madres eran las mejores del mundo,
por supuesto, pero en su bondad entraba ya esa primera desafección de niños
malos, o que fingen parecerlo ante sus compañeros de pupitre. Y como las
amábamos sobre todas las cosas nos avergonzaba ser así, tener que ir sin
bufanda (la bufanda que ellas nos anudaban con fuerza sobre el corazón) y pasar
frío a lo tonto, y mojarnos bajo la lluvia oblicua de Fernando Pessoa, en una
Valladolid secretamente lisboeta, o lisbonense, pero entonces eso era tener
casi diez años y crecer dentro de los jerséis que ellas nos tejían con la lana
de las ovejas del abuelo Bernardino y sus lágrimas.
—Ay, este chico, este chico…
Este chico que ahora pide perdón secretamente al aire, a
las morcellas de la luz, caminando entre charcos de soledad y de palabras (que
vienen a ser la misma cosa). Y eso debía ser luego la vida, la madurez, no sé,
ese tiempo en que comienzan a llamarnos de usted nuestros yoes antiguos: El
tiempo necesario para la expiación.
Eduardo Fraile
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