El mejor discurso del Quijote no es el de las Armas y las
Letras, o el de la Edad de Oro, esa noche que le invitan a cenar unos cabreros,
o el de la Poesía, en casa —o quizá yendo hacia ella— de don Diego de Miranda,
el Caballero del Verde Gabán. El mejor discurso del Quijote no lo pronuncia don
Quijote, porque él también se cuenta entre el número de aquellos a quienes va
dirigido.
El mejor discurso del Quijote, purísimo, durísimo, como
que sale de los labios de la propia Belleza, es el de la pastora Marcela.
Nos hallamos en el entierro de Grisóstomo, ahí, cabe esas
peñas donde la viera por primera vez. Enamorarse es humano. Morir de amor
también lo es, aunque esa expresión «morir de amor» no sea exacta del todo. No
voy a extenderme en el estrecho espacio de esta columna en cosas que dura toda
la vida saber, y que nadie nos puede enseñar, por otra parte. Y entonces
aparece Marcela en todo su esplendor de ángel fieramente humana, ella, a la que
todos imputan como la causa de su muerte.
Casi toda la literatura y el arte, y no digamos la
Poesía, nace de ese dolor, de esa aspiración a lo sublime encarnados en una
criatura mortal. Incluso estos personajes de los que hablo (de los que habla
Cervantes) surgen del mismo magma, del mismo humus siniestro y atormentado. De
la misma hedionda basura. Del estercolero. (Qué es estercolero, y tú me lo
preguntas, etcétera.)Y las palabras luminosas y terribles de Marcela,
pronunciadas desde la verdadera humildad (desde la naturalidad) y la dulzura,
también.
Leedlas, si queréis saber lo que es bueno. Y dejad ya de
lloriquear, falsos poetas.
Eduardo Fraile
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