Íbamos a pescar al Hontanija (nosotros decíamos el río,
porque qué otro río iba a ser) con nuestras cañas de pescar rudimentarias,
hechas con una mimbre o una zarza, un cordel, un corcho de botella pinchado en
un palillo y el anzuelo, que se confeccionaba torciendo un alfiler (de los acericos con forma de corazón de
nuestras madres) con unos alicates. Lo del sedal y los anzuelos de compra, las
cañas con carrete y aquellos flotadores que se hundían como otro pez de
fuselaje rojo ya vendría después, cuando fuésemos un poco más mayores y las
propinas de la abuela y nuestros tíos, pesetas rubias, duros gordos, no nos las
gastáramos en chucherías sino en cosas de provecho, no sé, libros, un balón de
reglamento, materiales para pintar, anzuelos, perdigones.
Llevábamos una azada para buscar lombrices, que nos
servían de cebo previamente aplastadas con las manos, nuestras manos de ángeles
llenas de barro, segmentos de lombriz, pecina verde, escamas. Escamas cuando
comenzaran a picar los peces, pequeños barbos de 5 o 6 centímetros, 10 a lo
sumo los más grandes, que una vez fuera del agua ensartaríamos por las agallas
en un junco.
Si se nos daba bien la tarde luego venderíamos a las
vecinas nuestra pesca milagrosa, a dos duros el junco de aleteantes pececillos
(haleteantes, debería decir a la francesa, exhalantes de sus últimos
suspiros)… pero los primeros iban directos a la sartén de nuestras madres, que
nos los freían bien, no fuera a estar el río contaminado.
El Hontanija, la Vivonne, dos ríos de mi infancia en el
país de la memoria, allí donde las cosas se hacen de otra manera y nos huelen
las manos a peces de colores con escamas irisadas, a barro primordial, pesca
del paraíso.
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