viernes, 4 de abril de 2014

Los libros (sábado, 20 de abril de 2013)



          Los libros son los ángeles. Vuelan en nuestras manos cuando pasamos sus páginas. O son directamente nuestras alas, las que creímos no tener, que de repente nos ponemos o quitamos. Alas de usar y no tirar, de guardar en el alario, en el almario (el armario es para las armas) como leemos en Santa Teresa. Porque ellas (ellos) nos permiten explorar el cielo de nuestra imaginación, de nuestro espíritu, y ensancharlo y darle de sí hasta el infinito.
             El cielo es todo aquello que no puedo alcanzar, escribe Emily Dickinson en uno de sus más bellos poemas, la manzana en el árbol que pende inaccesible (a condición de que penda inaccesible), la circulante nube, la tierra prohibida detrás de la colina. Pero bástanos con abrir el estuche de nuestra angelidad, de nuestra divinidad, para llegar allí, para acceder a esas regiones que nunca creímos habitables, posibles. Volé tan alto, tan alto, dice San Juan de la Cruz (en este caso con la pluma en la mano, que escribir es otra forma más compleja de vuelo). «Tras de un amoroso lance/ y no de esperanza falto,/ volé tan alto, tan alto…/ que le di a la caza alcance».
        No sé qué será de nuestro objeto libro en el futuro. Quizá acabemos no necesitándolo, como no se necesitarán vehículos automóviles para desplazarnos en el espacio. Hasta donde me fue dado vivir, amé de todas las formas posibles ese objeto, quizá más que a los ángeles (mortales, femeninos, de carne y hueso y luz) de los que me enamoré. No sé, quizá el amor a los seres hechos de tiempo haya de ser forzosamente efímero, aunque yo no lo creo. Pero lo libros, incluso si desaparecieran, serán eternidad.

Eduardo Fraile

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