Rebuscamos por los armarios las americanas de nuestros
abuelos, los jerséis negros de lana que se usaron quizá durante un luto, un
pantalón vaquero que no había que lavar bajo ningún concepto y unos botos
camperos cosidos en Valverde del Camino. Fumar mucho, cigarrillos sin filtro
(Bisonte, Peninsulares, Celtas Cortos) o en pipa (hebras de tabaco oloroso
mezcladas con té). Los bolsillos llenos de papeles manuscritos, poemas, cartas,
muy poco dinero. Un libro en francés.
—Mira, papá, un pasota.
Caminábamos como pisando otra dudosa realidad, abstraídos
(abstractos), como siguiendo el rastro de nuestros pensamientos (que, por
supuesto, nos parecían sublimes). Y dando mal ejemplo a los niños, coño,
que cuando crecieran repetirían a su modo lo que habían hecho todas las
generaciones de adolescentes antes y después.
Nuestra forma de rebeldía era un poco
tardoexistencialista, parisina (montmartriana), vallisoletana del sucísimo
Valladolid de los años de la Transición, unos años antes de la explosión de luz
de la Movida madrileña. Y, ya digo, pobre, poética, patética, enamorada,
angustiada, no sé cómo salimos de aquel pozo sin fondo de la o de nuestro Yo,
cómo no nos ahogamos con la piedra de molino de nuestra grave importancia atada
al cuello.
Visto hoy, desde aquí, desde el improbable futuro, donde
arribamos por fin, parece todo pura ficción, puro romanticismo y pura ingenuidad.
Y quizá eso nos salvara, el candor, el rubor, el que no tuviéramos red para
nuestro salto mortal y medio, ángeles fieramente humanos. La pureza.
Eduardo Fraile
No hay comentarios:
Publicar un comentario