La melancolía es de color albivioleta,
como la camiseta del Real Valladolid. Franjeada, barrada, como una cárcel
mínima que creciera dentro de nosotros. Se acababa el verano (esos
interminables veranos de la infancia) y una opresión inexplicable, que tenía
que ver con la vuelta al colegio, nos encogía el corazón. Ya había que ponerse
los jerséis y comerse las lágrimas.
Quizá
el azar nos concediese algunos días de propina, como los duros grandes que la
abuela nos daba los domingos sentada en el cantón. Los 17 primos Valles nos
poníamos en fila y ella iba depositando en cada mano una moneda, que sacaba de
su hermosa cartera con abrochamientos dorados, como una primera comunión
profana antes de subir las calzadas de la iglesia, cuyas campanas comenzaban a
sonar.
Pero
sonaban ya dentro de nuestro pecho de niños, el sol alto, el olor a paja
húmeda, los quitadesayunos en las eras… y el eco de esa vibración que hiere el
aire, que se queja dulcísima (porque aquí el aire es femenino), llega nítido y
sin mácula hasta el cielo de hoy.
Hoy
es quizá otro siglo (mire el lector la fecha en lo alto de esta página) y con
seguridad nosotros, la palabra lo dice, no somos los que fuimos. ¿Qué
hacer con esos días ya del futuro, ya del curso siguiente pero aún
retardatarios, cómo hacer que duraran infinito?
Y
nos íbamos a pasear a las eras, ya desertadas, donde sólo quedaban las marcas
de los montones de mies, redondos amarillos de trazado perfecto, como si naves
extraterrestres hubiesen aterrizado allí días atrás. Y nos agachábamos a
extraer –párvulos suspiros– unas pequeñas flores de color morado, a listas, que
comenzaban a brotar por doquier…
Eduardo Fraile
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