sábado, 5 de abril de 2014

Los toros (sábado, 21 de septiembre de 2013)



            Los que se quedaban en el pueblo hacían corros en torno a un transistor, sentados en el suelo, aprovechando esas islas de sombra que eran como pecas en el calor de las cuatro de la tarde. Y los que se iban en el coche de línea, endomingados, trajeados de marrón (tabaco y oro, se decía de los vestidos de torear), con el puro asomándoles en el bolsillo de la americana, un poco estrecha ya, pues eso, se iban a la corrida, a la capital, al coso del paseo de Zorrilla, casi todos con el abono de la Feria de San Mateo, el puro que ya encendían muchos dentro del autobús, que avanzaba hacia Wamba y Ciguñuela con las ventanillas entreabiertas. Algunas madres con niños que vomitaban por el humazo de las Farias, y que vomitarían otra vez en los carruseles de La Rubia…
Era duro ser niño y tener que ir a las Ferias, porque se decía así, ir a las Ferias, montarse en los caballitos o en la noria, ya para acabarlo de rematar.
Dos ríos humanos (como el Pisuerga y el Esgueva; nosotros decíamos la Esgueva, con orgullo) que desembocaban en la plaza de toros y en los jardines de La Rubia. Y aquellos que se habían quedado en los cantones o en las puentes escuchando la retransmisión por Radio Popular, coreaban los olés de la plaza con fervor y virilidad, catedráticos, unánimes. Ya había algunos televisores, y estaba el del Teleclub, pero las corridas de San Mateo no se televisaban, o quizá una como mucho, la de las figuras, que esa sí que vendía todo el papel.
“Los niños que no sean de pecho necesitan localidad”. Este cartel ha permanecido en las puertas del coso vallisoletano hasta hace cuatro días, pintado a mano con letras de molde sobre un trozo de pared, y pervive en la memoria de mi infancia. Pero hagamos un silencio, que ya suenan los claros clarines…


Eduardo Fraile

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