Los que se quedaban en el pueblo hacían corros en torno a
un transistor, sentados en el suelo, aprovechando esas islas de sombra que eran
como pecas en el calor de las cuatro de la tarde. Y los que se iban en el coche
de línea, endomingados, trajeados de marrón (tabaco y oro, se decía de los
vestidos de torear), con el puro asomándoles en el bolsillo de la americana, un
poco estrecha ya, pues eso, se iban a la corrida, a la capital, al coso del
paseo de Zorrilla, casi todos con el abono de la Feria de San Mateo, el puro
que ya encendían muchos dentro del autobús, que avanzaba hacia Wamba y
Ciguñuela con las ventanillas entreabiertas. Algunas madres con niños que
vomitaban por el humazo de las Farias, y que vomitarían otra vez en los
carruseles de La Rubia…
Era duro ser niño y tener que
ir a las Ferias, porque se decía así, ir a las Ferias, montarse en los
caballitos o en la noria, ya para acabarlo de rematar.
Dos ríos
humanos (como el Pisuerga y el Esgueva; nosotros decíamos la Esgueva,
con orgullo) que desembocaban en la plaza de toros y en los jardines de La
Rubia. Y aquellos que se habían quedado en los cantones o en las puentes
escuchando la retransmisión por Radio Popular, coreaban los olés de la plaza
con fervor y virilidad, catedráticos, unánimes. Ya había algunos televisores, y
estaba el del Teleclub, pero las corridas de San Mateo no se televisaban, o
quizá una como mucho, la de las figuras, que esa sí que vendía todo el papel.
“Los
niños que no sean de pecho necesitan localidad”. Este cartel ha permanecido en las puertas del coso
vallisoletano hasta hace cuatro días, pintado a mano con letras de molde sobre
un trozo de pared, y pervive en la memoria de mi infancia. Pero hagamos un
silencio, que ya suenan los claros clarines…
Eduardo
Fraile
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