Mi primera máquina de escribir fue una Royal que compré a
través de los anuncios por palabras de El Norte de Castilla. Me costó 5000
pesetas de entonces, y hube de trasladarla en brazos varias calles,
descansándola encima de los coches, bella y monumental, casi catedralicia. Con
ella iba a hacerme escritor (o acaso levantador de piedras, como Sísifo). En el
82, el año del Mundial de los jeques de Kuwait, me agencié otra Royal
delicadísima, portátil, también negra con cromados de Rolls o de Mercedes, que
podía llevarme incluso bajo el brazo, y bien se veía que la música que iba a
salir de allí era más ligera, menos acorazada, y por ser fiel a aquella marca,
que era la de Pessoa, obtuve también el último modelo que se vendía en las
tiendas (qué olor más rico el del aceite de engrasar, el del acero entintado,
el de las cintas vírgenes) y a esta verdadera maniquí de la tipografía, que
todavía toco con delectación, casi diría con lujuria, me la llevaba a los
viajes, o a las casas de las amigas, lo que era señal inequívoca de que aquello
marchaba, no sabría decir hoy si la escritura o el amor.
Esta trinidad de máquinas Royal ha sido un poco mi
factoría, mi taller, mis ángeles secretarias durante muchos años, hasta que
llegaron los ordenadores personales, los e-books, los i-pads y la
madre que los parió. Quiero decir que el hecho de que viniera esta tropa
digital a devastarlo todo propició que, de repente, las adorables máquinas
analógicas, que estaban hechas para la eternidad, comenzaran a arribar, desahuciadas,
famélicas, a la apacible sociedad de nuestra compañía (y se produjo así una
promiscuidad maravillosa de Olivettis, Remingtons, Underwoods, Continental,
Smith Corona…) y aquí estoy, rodeado de belleza, de mecánica, de música,
comprendido y correspondido al fin como nunca lo fui con las humanas criaturas…
Eduardo
Fraile
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