Hora es, conciudadanos, de elevar
nuestra voz, y con mayor pronunciamiento y unanimidad si cabe en estos tiempos
de transvaloración de todos los valores, hora es, decía, de clamar (la O de
clamor quede como la cifra de nuestra perplejidad) contra los exorbitantes, o
sea fuera de la órbita planetaria de esa misma O mayúscula, y obscenos de toda
obscenidad, tantos ceros la multiplican, contra la, en fin, indecencia multimillonaria
de los sueldos que cobran los poetas, santo Dios, mientras otras esferas de la
escala social se ven abocadas a merodear por entre los contenedores de basura
colateral, aledaños de inexpugnables mansiones…
Que no digo que no valgan su peso en
oro esas metáforas con las que nos deslumbran en los estadios (pero qué vale el
aire, cuánto pesa la luz) cada domingo. Cierto es que concitan cientos de miles
de seguidores en esos templos modernos de la lírica, y que los precios de las
localidades se multiplican como por milagro en la reventa. Y que pasaremos
necesidad, pero siendo el espíritu anterior a la materia, preferiremos
alimentarle a él con libros prietos de palabras aladas, antes que con pedestre,
prosaico pan a ella.
Claro es. Lo cual no empece para que
la continua inflación de su presencia (la de los poetas) en los mass media haya llegado al punto de la hartura.
Su actividad (la literaria) llena más de la mitad del tiempo de los
telediarios, y sus continuos affaires
con las musas de la moda (sobre todo las del parnaso ruso) copan el couché del corazón.
Y mientras tanto, por poner un
ejemplo, ahí tienen ustedes a los futbolistas (poetas, a su modo, del área),
vendiendo calendarios por las casas (las de los barrios extremos) con una
extraña fe, mártires de su arte, organizando rifas para poder comprarse botas
con tacos y balón de reglamento…
Eduardo
Fraile
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