El lenguaje es un pájaro que canta. Su canción, su
mecánica, su música van perfeccionándose y afinándose con el uso. Y
ensanchándose y ampliándose de registros y tonalidades. Como el universo, que
crece, que se expande y tiende al infinito desde su punto de creación, un punto
cero, por así decir. Con el uso y el abuso, dándose de sí, forzándose,
esforzándose siempre en una nota más alta, más lejana, más inconcebible.
Cuanto más es sometido a tensión, a torsión, a
estiramiento, más nos da, mejor se expresa. Y eso es la retórica: el conjunto
de procedimientos mediante los cuales podemos torturar al lenguaje hasta
hacerle confesar, hasta hacerle cantar. He comenzado esta introducción con la
imagen del pájaro, pero vamos a ir a la raíz de la palabra retórica, que es
griega y posteriormente latina, y que trasluce casi nuestra escritura
castellana: retórica viene de retorcer, de torsionar, de torturar en el torno.
Veamos al lenguaje ahora como un pájaro de cuenta,
un reo al que se somete a tortura para que hable (para que cante, bendito argot).
Estoy hablando de lo que habla, por decirlo con las palabras exactas de
Agustín García Calvo, y estoy hablando a la vez en sentido figurado. Con esa
serie de instrumentos espeluznantes podemos llevar al lenguaje al grito, a la
confesión, a la dulzura, al tormento y el éxtasis, a la enajenación, a la
gracia, a la poesía.
La poesía es el lenguaje en estado de Gracia. Y quizás
haya llegado muchas veces a ese estado a través del dolor, del sufrimiento, del
silencio y de la oscuridad universales. En las actas de los procesos de la
Inquisición española, cuando el tribunal decidía someter a tormento a un
detenido empleaba esta expresión: «Que se le dé retórica».
Eduardo Fraile
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