sábado, 5 de abril de 2014

Severo San José (sábado, 2 de noviembre de 2013)



            Le debo un gallo, como Sócrates a Esculapio, a Severo San José, un poema sin brazo, sin el brazo que le segó por el hombro un cable de la luz cuando era niño. La otra mano le quedó también muy perjudicada (se ve que al intentar apartarse aquel látigo de fuego), pero él era hábil en todo, incluso pintó cuadros de mérito (y cuánto daría yo por tener uno ahora entre mi colección). Severo. Huevero, como le llamaban sus amigos, los de su quinta: alto, seco, lleno de inteligencia en la mirada, de hermosa fealdad, de habilidad, de industria, de ingenio y de escasez, que él remediaba con sus muchos trabajos de alguacil. De niños le temíamos, pero era un alma pura que había ardido con el accidente que marcara su vida. Un ángel que cayó mal (sobre un cable de alta tensión) del Paraíso. Y aquí estaba, en la Tierra, aunque nadie parecía darse cuenta del asunto. Yo sí. Nos hicimos amigos cuando tras un verano me quedé solo a escribir (mis dieciocho, diecinueve, veinte años) en la casa familiar de Castrodeza. Aquellas vacaciones de las que no regresé. Le debo este poema tanto tiempo después de su muerte. Tuvo cáncer y sufrió ese calvario añadido de la quimioterapia (o lo que fuere). Y murió solo. Siempre uno muere solo. Es la ley. Pero hay esa soledad terrible que consiste en la deserción de todos. Y en cierto modo esa incomparecencia general (incluida la mía) corrobora su angelidad. O su angelitud. No era como nosotros. Sobrevivió al impacto, a la brutalidad del golpe, a la travesía de la atmósfera como un meteorito, y se apagó definitivamente en el rescoldo de nuestra memoria. Si se abriera su tumba no hallaríamos nada allí dentro. Un par de alas contrahechas, una espalda torcida. Una mano única, con los dedos soldados, esperando la nuestra…

Eduardo Fraile

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