Siempre es verano en el Quijote. O quizá es que yo lo leí
por vez primera un verano en Castrodeza, en la deliciosa edición de Felipe
González Rojas (Madrid, 1879), que había sido de mi abuelo quizá, y que
conservaba entre sus páginas de hilo la ceniza (lo que yo creí entonces que
sería ceniza) de sus cigarrillos de picadura. Pero era el cardenillo de la
tinta, posiblemente venenoso al contacto con la saliva, y yo lo iba limpiando
con un pincel según iba adentrándome con Don Quijote y Sancho por los campos de
la Mancha.
Mi padre, que me viera enfrascado en dicho menester, me
dijo que todavía era temprano para leer ese libro, que esperara unos años para
entenderlo bien. Pero yo seguí adelante sin importarme que pudiera tropezar en
las piedras benditas del castellano del siglo XVII, que de mi inmadurez bien
podía remediarme mi imaginación. Fue el verano más luminoso de mi vida, leyendo
por las noches a la luz de una palmatoria en la cocina, y por el día bajo uno
de los árboles del Marrandiel.
Los cangrejos, las ranas, los peces del Ontanija pasaban
por entre los renglones, fluyendo con ellos hasta donde se perdía mi mirada. Al
acabar, al acabarse el verano, lloré. Ya no sabía bien si por la muerte de Don
Quijote o porque en unos días, muy pocos ya, regresaríamos a la ciudad, al
colegio, y no es que en el colegio lo pasáramos mal, pero de alguna manera
teníamos consciencia de expulsión del Paraíso.
Siempre es verano en el Quijote. Siempre está el sol alto
destellando en las armas, en la celada de encaje, en el yelmo de Mambrino. No
importa el tiempo, los embates de la realidad o la muerte. Cada vez que abro
este libro maravilloso, amanece.
Eduardo Fraile
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