jueves, 3 de abril de 2014

Sonata de otoño (sábado, 3 de noviembre de 2012)




          Estuve yendo muchas veces a aquel lugar, junto al río de las ranas y los peces de colores, de los cangrejos jeroglíficos: me sentaba allí contra el tronco de un árbol y esperaba mirando la corriente que se repitiera el milagro de su risa, de su gracia, de su belleza novísima, que me llegaba a doler. Muchos años después (cuando ya no era yo) la llamé por su nombre casi griego en uno de mis libros, como Ulises al volver a su ínsula: toda luz, toda inminencia, toda la primavera sucediendo: Nausícaa.
        Y seguí yendo incluso cuando acabó el verano y ella regresó a la ciudad con sus hermanas, con sus padres, cuando ya era imposible que la volviese a ver. Pero algo me sujetaba a aquel lugar, a aquel paraje de ribera con ángeles insólitos donde ahora caían hojas anaranjadas, sonatas de violín como su pelo. Una angustia creciente, cada vez más parecida al amor, cuando el amor es unilateral, unívoco, me hizo herir el tronco de un cerezo con un corazón que contenía nuestras iniciales: T & E.
           Nunca lo he vuelto a hacer. Nunca he querido volver a ver el árbol, aquella cicatriz primera, casi diría primordial. Ni siquiera sé si todavía sigue allí. A veces cierro los ojos y la veo en cuclillas, sobre un charco de luz donde pululan ranas que intentamos capturar. Oigo su voz purísima, fresquísima, de cascabeles de plata tintineando sin fin. La que ella fue aquellos días que yo he guardado como un tesoro, extrayéndolos a fuego vivo de mi corazón, fuera del tiempo, dice mi nombre entre risas y entre chapoteos…
           Y el que yo fui, aquel que luego tuve que matar para que no muriera nunca, dice el suyo. Y nos besamos por primera vez.


Eduardo Fraile

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