viernes, 4 de abril de 2014

“Vegorro”(sábado, 4 de mayo de 2013)



            Así llamábamos a nuestro profesor José Vega. Y no despectivamente, sino muy al contrario: con admiración y espanto, casi con íntima e inconfesada y no consciente preferencia sobre los demás hermanos de La Salle. Su rigor, su severidad (que no excluía, por otra parte, la sonrisa, la entrega, la cercanía: en los deportes, en los laboratorios, en los trabajos manuales), su continente espartano y feroz, alto, zapatos de puntera, pantalones pitillo que asomaban una cuarta sobre la sotana de babero… Cuando iba de traje… hoy sería moderno, incluso elegantísimo, minimalista, qué sé yo lo que diríamos hoy de sus trajes talares de alpaca inglesa gris, negro antracita o ese azul tan oscuro, de noche universal entre galaxias. Vega (como un estrella, como las cuencas de los ríos, nos dijo cuando se presentó y escribió su nombre con tiza en la pizarra). La disciplina, el método, el ascetismo. Gafas de aquellas como del FBI, como las de coser de mi madre, un gran lunar en la mejilla que acentuaba la sensación de peligro y el atractivo de su rostro. No nos castigó nunca. No hizo falta. Su simple presencia imponía la Ley (sea esto lo que fuere) de modo natural. Le preferíamos a cualquier otro arbitrando partidos de baloncesto. Sus pitidos tajantes excluían el error o la protesta. Hubiese sido el mejor de los jueces, pero fue nuestro mejor profesor sin él saberlo, sin nosotros saberlo. Hasta hoy. Esta noche ha venido en un sueño. Arbitraba un partido de chicas. En traje correctísimo, sin ninguna concesión a la etiqueta deportiva. Sus zapatos lustrosos acabados en punta, un polo negro o verde muy oscuro y el silbato de plata al cuello. Ellas preciosas, radiantes, angelicales, perfectas jugadoras: su gracia inigualable de movimientos, su total desnudez. Ahí supe que era un sueño. Que estaba en el Paraíso.  

                                                                Eduardo Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario