Así llamábamos a nuestro profesor José Vega. Y no
despectivamente, sino muy al contrario: con admiración y espanto, casi con
íntima e inconfesada y no consciente preferencia sobre los demás hermanos de La
Salle. Su rigor, su severidad (que no excluía, por otra parte, la sonrisa, la
entrega, la cercanía: en los deportes, en los laboratorios, en los trabajos
manuales), su continente espartano y feroz, alto, zapatos de puntera,
pantalones pitillo que asomaban una cuarta sobre la sotana de babero… Cuando
iba de traje… hoy sería moderno, incluso elegantísimo, minimalista, qué sé yo
lo que diríamos hoy de sus trajes talares de alpaca inglesa gris, negro
antracita o ese azul tan oscuro, de noche universal entre galaxias. Vega (como
un estrella, como las cuencas de los ríos, nos dijo cuando se presentó y
escribió su nombre con tiza en la pizarra). La disciplina, el método, el
ascetismo. Gafas de aquellas como del FBI, como las de coser de mi madre, un
gran lunar en la mejilla que acentuaba la sensación de peligro y el atractivo
de su rostro. No nos castigó nunca. No hizo falta. Su simple presencia imponía
la Ley (sea esto lo que fuere) de modo natural. Le preferíamos a cualquier otro
arbitrando partidos de baloncesto. Sus pitidos tajantes excluían el error o la
protesta. Hubiese sido el mejor de los jueces, pero fue nuestro mejor profesor
sin él saberlo, sin nosotros saberlo. Hasta hoy. Esta noche ha venido en un
sueño. Arbitraba un partido de chicas. En traje correctísimo, sin ninguna
concesión a la etiqueta deportiva. Sus zapatos lustrosos acabados en punta, un
polo negro o verde muy oscuro y el silbato de plata al cuello. Ellas preciosas,
radiantes, angelicales, perfectas jugadoras: su gracia inigualable de
movimientos, su total desnudez. Ahí supe que era un sueño. Que estaba en el
Paraíso.
Eduardo Fraile
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