Titulándose
esta columna como se titula, era lógico que nos hubiéramos de topar en algún
punto de la angeología con los ángeles de Victoria’s Secret, tan conocidos de
todos ustedes (salen mucho en los telediarios), con sus alitas de luz (de la
luz de los focos y de los flashes de los fotógrafos) y sus braguitas de nada,
entendiéndose la nada como la entelequia del no ser que sin embargo es, el
vestido del rey que está desnudo, o más juanramonianamente hablando: la transparencia, Dios, la transparencia…
Se
llaman Miranda Kerr, Adriana Lima, Doutzen Kröes, Candice Swanepoel, Isabeli
Fontana, Alessandra Ambrosio… Sus nombres son esas palabras aladas de los
dioses griegos, de los poetas que no las podían ver. Caeríamos en la tentación
de decir que ellas son las Musas de esos poetas, pero —ay— los poetas no suelen
estar preparados para semejante descarga de realidad.
Así que ellos nos dan la imagen de la cosa (es decir, lo que su imaginación
refleja de la cosa real).
Imaginemos
que una de estas criaturas nos cayera en los brazos (y los ángeles están
expuestos —y diría también que predispuestos— a la Caída). No sabríamos qué
hacer. Bueno, yo sí, pero yo es que soy un profesional. Son un poco demasiado todo. Lo tienen todo demasiado
grande. Es un problema de escala. Y, luego, resulta que su belleza no es tanta…
Todos
los días, en el café donde escribo estos artículos, en el autobús, en el
supermercado, veo bellezas más indiscutibles. Ángeles de verdad, que llevan las
alas dentro del estuche, como los gángsters y los violinistas sus instrumentos
espeluznantes. Sólo hay que saber mirar. Sólo hay que saber morir…
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