Decíamos ayer del aire glauco y
oloroso de Valverde del Camino, aquellos meses en que pude haber sido feliz.
Nadie es feliz en el presente, sino en el clausurado con espada de fuego,
inexpugnable e irrecuperable pasado. Decíamos la luz alta y quizá rozando la
escuadra del deslumbramiento, esa sorpresa de la luz, y algo que no dijimos y
quiero decir hoy al recordar mi primera inmersión en ese maravilloso confín del
sudoeste, donde los ríos son rojos y el lenguaje acogedor y acariciador y, a
veces, también, incomprensible.
Allí conocí lo que eran Ventas (donde Don Quijote viera
siempre castillos) mucho mejor que en la Mancha, y esos cortijos diseminados
por los olivares donde se podía desayunar tostadas que uno mismo doraba al
fuego, o comer migas o caldereta de cabrito. Y allí aprendí a oír el andaluz,
el habla andaluza de esa parte de Huelva, que es muy diferente de la sevillana
o de la gaditana, o de la malacitana o de la jienense o de la granadina…
Y por ponerles un ejemplo, yo ya iba deduciendo mis
hallazgos, mis etimologías, acostumbrando el oído a aquella música profunda y
espectacular, pero había un verbo sospechoso que se me escapaba, inasible como
las truchas de cobre del Tinto y del Odiel. Y era el verbo ‘esfuciar’ o ‘exfuciar’,
a saber, ellos lo pronunciaban muy enfáticos: effuciá, y como con hondo
alivio, casi rozando el larguero del orgasmo, con lo que llegué a pensar
seriamente en placeres, o en cosas deseadas y alcanzadas, o en deberes
cumplidos.
— ¿Y qué significa eso de esfuciar, que os oigo decir
tanto?
Le pregunté a uno de los
zapateros artesanales que se hicieron famosos cuando los progres decidieron
incluir en su uniforme los botos camperos.
—Muy
sencillo —me contestó Juan de Mena, catedrático y tajante, exacto como sus
puntadas en el cuero de Aracena—: cuando tienes un arguero y lo aquellas,
pues esfucias.
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