sábado, 25 de octubre de 2014

La salida



             Ya estábamos entrando en el otoño, la estación de los violines de Verlaine y la melancolía, y yo me había quedado solo en Castrodeza, con una mesa de nogal de mi padre, su escritorio de la oficina donde trabajó en Madrid, y una máquina Royal que compré por 5000 pesetas en los anuncios por palabras de El Norte de Castilla. Elegí la antigua cocina de la casa como estudio, con su chimenea, sus azulejos originales y el escaño de madera labrada por el tiempo. Las vigas negras y poderosas, extrañadas de verme por allí…
            Estuve varios días ordenándolo todo, mis libros, que coloqué en un armario (el almario de Santa Teresa) para la loza y la cristalería, a escribanía de bronce, la lámpara, los folios El Galgo Parchemin… Y llegó ese momento largamente postergado una tarde como ésta, quizá exacta, calcada con un papel carbón, una especie de vértigo, la seguridad de estar naciendo, de estar iniciando la partida hacia un país muy lejano, inexistente tal vez, y que ese primer paso era ya irrevocable y magnífico, lleno de valentía e inconsciencia, de pureza y de fatalidad.
            Era imposible no mirarse en el espejo de Don Quijote (los dos tomos de una edición del siglo XIX, la de Felipe González Rojas, cuya tipografía herraba literalmente las hojas de algodón, me acompañaban desde la pubertad), era imposible no sentirse uno el Caballero en el momento crucial de la salida… Y armado con aquel pobre bagaje, y siendo plenamente consciente de que allí empezaba todo, tomé un folio, lo enrollé con unción en el carro de la máquina, piqué espuelas y…

Eduardo Fraile

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