sábado, 29 de noviembre de 2014

El abuelo Bernardino



Ahora que veo esa silla ahí
vacía, veo sentado en ella al abuelo Bernardino
durante largas horas, tramos interminables
de la escalera por la que iba alejándose
hacia el olvido final. Musitaba oraciones,
palabras que ninguno de nosotros conseguía entender…
No parecían sino dichas en el idioma de la desposesión
y del dolor. Todo empezó cuando murió la abuela
Evarista, y los días en que después él la buscaba por las salas
y los pasillos, por los corrales, por las cuadras
y los gallineros, por los desvanes llenos de trigo y de melones
pero vacíos de su presencia, en las alcobas, debajo de las camas,
por las despensas, dentro de la nasa del pan. Él la llamaba
pero ya la llamaba en otro tiempo, cuando los dos eran muy jóvenes
y la ternura revestía de candor la angustia de no hallarla
ya nunca. Eran palabras de amor que él recordaba
(que algo en él todavía conseguía evocar), palabras de enamorado,
y esto era aún más doloroso para quienes le veíamos
ir perdiéndose él mismo en el laberinto por el que la buscaba
sin esperanza. Y pasaba las cuentas de un rosario
como acariciando su piel. Veo esa silla
donde pasó muchas horas ya quieto, aplacada la furia
de no encontrarla en este mundo, aunque otras veces
creo que vislumbraba en mi madre un rastro de la abuela,
y levemente sonreía. Murió.
Quizá morir fuera la única manera
de recobrarla: la muchacha que amó, la mujer fuerte
que atravesó con él la redondez de la Tierra. ¡Evarista, Evarista!
Cosas que me ponía colorado escuchar, que no había oído nunca
decir a nadie. Que me rompían el corazón.
Cosas que yo tendría que decir algún día
a alguien, quizá, pensaba,
cuando me hiciera mayor, entre las lágrimas…

Eduardo Fraile

sábado, 22 de noviembre de 2014

Marina



            Escribí (o deletreé) en un poema visual, hace tiempo, las olas de tu nombre, las letras del mar que entonces no eras tú, que no habrías nacido todavía, pero justo cuando nos presentaron, esa imagen estaba en un catálogo (abierto exacta y estupefacta y mágicamente por esa misma página) sobre mi mesa del café. Otros lenguajes, se titulaba la exposición, y me emocionó ver cómo te ruborizabas cuando nos dimos dos besos.
            Eduardo Fraile, gran poeta.
            Marina, alumna mía.
            Tu profesor no sabía que desde hacía tiempo, desde el inicio del curso, quizás, intercambiábamos miradas, ensimismamientos, sonrisas en diagonal. Si estabas tú, todo se iluminaba, así que no me resultaba difícil mentirme sobre por qué hacía coincidir mi estancia mañanera en el café con vuestra media hora del recreo. Te buscaba entre el coro de tus bellas amigas, sorprender algo de ti para mí, ese aparte mental en que me reconocías, apreciabas mi atención y, lejos de rechazarla, la sentabas a tu lado.
            Quizá luego, ese tiempo después que siempre dura varias eternidades, acabáramos viviendo la historia de amor que yo me imaginaba contigo, eso de lo que tú también eras consciente y a lo que no cerrabas la puerta, sino, por el contrario, la entreabrías con valor y con sorpresa.
            ¿Sabes?, cuando me mirabas yo me echaba a temblar.
            Eran mañanas nuevas de luz líquida, de paneles de oro que reflejaban en el aire franjas de Paraíso. Yo escribía en una mesa artículos para el Diario que tú nunca ibas a leer, pero desde el momento en que entrabas, todas las letras de mis palabras empezaban a disgregarse, a subvertirse, a deconstruirse, dirían los estructuralistas, y los reglones formaban ya la curvatura de las olas de tu piel, de la prosa, de la sorpresa mágica e incesante de tu cuerpo…

Eduardo Fraile

domingo, 16 de noviembre de 2014

Calle Porvenir



La calle Porvenir siempre olía a manzanas
en descomposición: había un portón verde
de madera con letras blancas: SIDRERÍA.
Nos imaginábamos a las pobres manzanas sometidas a tortura,
hasta que les exprimían todo el zumo, que luego fermentaba
en profundas barricas. Olía fuerte, pero olía bien,
como a aguardiente de orujo. Nuestra madre decía
«tapaos la nariz» cuando atravesábamos esa calle
para ir a los Vadillos o a las Batallas
o incluso más allá: hasta la iglesia de la Pilarica.
Hoy he pasado de nuevo
por allí. El portón verde
(como de trasera de pueblo) resiste en el espacio
y en el tiempo, pero falta el olor
de las manzanas. Bodegas, vaquerías,
fábricas de ladrillos de mi infancia: Cerámica
Silió, imprentas de tinta densa que me hicieron soñar
con mi nombre en lo alto de los libros. Cervecería
la Cruz Blanca, cuya hermosa chimenea es hoy hogar
de las cigüeñas, curtidurías, boterías,
las sardinas arenques y los sacos de legumbre
a la puerta de las tiendas de Ultramarinos.
Eran olores francos, que nos salían a pecho descubierto
al paso, interceptándonos, imponiéndonos su presencia, interpelándonos…
Las magdalenas de mi infancia vallisoletana
son éstas. Tengo más,
pero éstas son las que me servía mi ciudad
cada mañana…

Eduardo Fraile

sábado, 8 de noviembre de 2014

Duplicity



            Quizá recordaremos este tiempo como un paréntesis en la realidad, una ruptura del curso natural de las cosas, no sé, si nos es concedida dicha opción y podemos mirar dentro de ese paréntesis con perspectiva y distancia (y desapego, por tanto), quizá comprendamos por qué o para qué se produjo ese intervalo, esa omisión de las leyes de la Naturaleza, esa duplicidad…
            Quienes hayan leído 1Q84, de Haruki Murakami, intuirán de qué les hablo. Ese período de realidad paralela que se simboliza en su libro con la aparición de dos lunas. Todo parece seguir igual, nada ―aparentemente― ha cambiado, pero en el cielo hay dos lunas iguales vigilando la noche. Y los acontecimientos ―aparentemente insignificantes también― empiezan a sucederse con precisión y hermosura y tenacidad de sinfonía, o de teorema, o…
            A los lectores de Murakami no les habrá pasado desapercibido que de un tiempo a esta parte (a esta parte de la civilización occidental) haya dos lunas blancas en la ciudad del Vaticano, dos papas en Roma, coexistentes, cohabitantes, contemporáneos… Y a sus lectores en español, que en España nos ocurra, por primera vez desde que fuimos un imperio donde no se ponía el sol, amanecer con dos reyes…
            Quizá hemos de encontrar a esa persona que será el amor de nuestra vida, quizá bajar al Hades, como Orfeo, a rescatarla de la Muerte, quién sabe, pero seguro que hay un acto mínimo y fundamental que habrá de ser cumplido por cada uno de nosotros para que el Universo engrane en sus goznes otra vez, y el mundo de las posibilidades infinitas se siga sucediendo…

Eduardo Fraile

sábado, 1 de noviembre de 2014

Andrés



Apenas le recuerdo, su estatura, su hablar, su continente
reposado y tranquilo, la cadencia
sentenciosa (como un agua ya lenta) de sus palabras…
No sabría decir quiénes eran sus padres, se llamaba Andrés
(vivía en las calles altas, creo, muy cerca de la iglesia),
su edad, así como de 35 o 40, su bondad,
porque bien se veía que era bueno, y su voz…
Si cierro ahora los ojos le vería alejarse
diciendo adiós con una mano, y alcanzo a oír un timbre, una tonalidad
cálida y profunda que a veces llega como en ondas concéntricas
y a veces se resiste a ser asida…
Sólo su nombre apenas. Eso fue para mí,
que entonces tenía 18 años. Eso queda
de él en mí, y su última imagen:
verle pasar por el trozo de calle frente a mi portada,
una tarde de otoño. Decirme “ahí va Andrés”,
desde el cantón donde estoy leyendo un libro.
                                                                           Y saber,
a la mañana siguiente, que las campanas de la iglesia
de Castrodeza (creo haber dicho ya que era del barrio alto, de esas calles
cercanas a las gradas que ascendían al pórtico)
doblaban por él…