sábado, 21 de febrero de 2015

San Telesforo, 10



San Telesforo, 10, 2º izquierda: ahí nací yo. En esa casa
del barrio de Bilbao con un jardín con rosales enfrente
y unos árboles altos que quizá fueran acacias
o tilos. El camión de las Vespas permanecía estacionado
junto al bordillo durante todo el domingo. Durante todos los domingos
madrileños y velazqueños de mi niñez. Yo me asomaba
a la ventana de la cocina para ver el camión
de las Vespas: parecía una caja llena de mariposas de colores
de esas que hay en los museos de ciencias naturales. Quietas,
como dormidas, como clavadas allí con alfileres,
cada una de un color. En los soportales de abajo
estaban la peluquería y el Liceo San Fernando,
y en una placetilla aledaña la frutería, la carnicería,
la pescadería y el despacho de pan
del señor Pepe. Por detrás de la casa
un amplio descampado constituía el territorio natural
de nuestros juegos: la montaña de arena
(se decía que aquellas toneladas de arena de la construcción
eran para levantar otra colonia allí mismo) y la montaña de hierba,
que era una loma desde donde los aeromodelistas probaban sus prototipos
lanzándolos al aire. De ahí viene mi pasión por volar
más que de las aves, a las que descubriría después,
en los veranos de Castrodeza. La señora Riánsares
(nosotros decíamos la señora Riansares, con el acento en la segunda a)
vivía en el 1º, su hija Hortensia
ayudaba por las mañanas a mi madre. En el 2º derecha
vivían el señor Jacinto y la señora Lola, cuyos hijos eran exploradores
y montaban la tienda de campaña en el salón. Cuando comía con ellos
me sentaban en una silla sobre las guías del teléfono,
que por entonces sumaban cuatro densos volúmenes, para que pudiese llegar bien a los platos                          
de porcelana inglesa. Nuestro teléfono
era el dos, cero, cuatro, catorce, ochenta y uno

El teléfono estaba en el pasillo,
colgado de la pared. Una consola con las guías debajo,
con el listín de cuero negro de los números
y recado de escribir. Para hablar con mi padre
tenía que subirme en una de las sillas de la cocina
(igual que para ver el camión de las Vespas), esas sillas
de formica verde haciendo aguas, a juego con la mesa
donde desayunábamos. Digo esas sillas
porque siguen estando en la cocina de Valladolid,
en la casa de la calle Industrias, 15, que es desde donde escribo este poema.

Eduardo Fraile

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