viernes, 10 de abril de 2015

Calle Porvenir II




Tras unas puertas traseras de la calle Porvenir nos esperaba,
como un niño travieso que se escondiera para darnos un susto, el olor
a manzanas en fermentación: la fábrica
de sidra. Y acelerábamos el paso para no marearnos
con aquella tufarada o vaharada de alcohol, que bien se veía con sólo respirarla
lo que podía hacernos. Pero ése era el camino más corto
hasta la plaza de los Vadillos y la Esgueva,
el río femenino de nuestra ciudad. Corríamos
un trecho hasta la chatarrería
junto a las vías del tren. Ese tren que habría de llevarse a mi hermano,
pero entonces éramos niños, que es como decir que nada sabíamos del país del Futuro,
ni nos importaba, plenos de presente, completos, absolutos…
Eternos. Quizás un día unos ángeles con rizos
anaranjados y palabras francesas nos convertirían en humanos y nos romperían
el corazón al irse, y nos haríamos mayores
a fuerza de añorarlas: Esa expulsión, esa caída en el Tiempo
(porque en el Paraíso no lo hay), ese convertirnos en mortales,
en vulnerables, en efímeros,
ese irnos desleyendo en el Pasado. Pero aún (porque esto sucedió el invierno
de la Gran Nevada) todavía no sabíamos qué podían hacer el espacio y el tiempo
dentro de nuestro corazón. Teníamos nueve años,
cruzábamos las vías y ahí comenzaba nuestro territorio de juegos, la pradera,
donde no tardando mucho surgiría el barrio de los Pajarillos…

Eduardo Fraile

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