sábado, 9 de mayo de 2015

Jesús Hermida



            Dicen que ha muerto, que ha dado ese pequeño paso hacia la eternidad. Seguro que la luna, hoy que es luna llena, producirá una lágrima, la hará brotar desde el fondo de un cráter que quizá sea nuestro corazón. De niños le imitábamos en los patios extintos que hoy son aparcamientos subterráneos, competíamos a ver quién lo hacía mejor, caída de flequillo incluida. Le imitábamos a él y a José Antonio Plaza, eternamente acatarrado tras la niebla londinense. Pero Hermida tenía esa cosa indefinible y atractiva, épica y lírica a la vez, que dan la juventud, la corresponsalía en Nueva York, el estilo y una decidida voluntad de dejar en todo su marca, su sello, su firma, que ni falta que hacía, pues sólo él, entre la legión de sus imitadores, podía ser Jesús Hermida.
            Dicen que ha muerto, pero si no lo dice él, con su voz engolada y magnífica, caída de flequillo incluida, parecería que la frase pierde credibilidad. Ya podía ser la llegada a la Luna, el asesinato de Bob Kennedy o cualquier otra cosa sin la menor importancia, que de repente la adquiría por ser dicha por él. De hecho, quizá los Kennedy no murieran nunca, ni Armstrong pisara con su bota el Mar de la Serenidad…
ahora que lo pienso, quizá nos lo creímos por cómo lo contó, lo seguirá contando sin fin en nuestra memoria.
            Dicen que ha muerto Hermida, y lo pronuncio imitando su prodigiosa lentitud, su interminabilidad exasperante, para que parezca que el futuro no alcanza a la tortuga de Zenón, y vuelvo a ser aquel niño que cambiaba los cromos del álbum Vida y Color en el recreo, en el Santuario, calle José María Lacort, Valladolid, España (nunca salía el Nativo Kavirondo). Quizá sea hora de sacar los cuadernos, los aviones ―los cohetes Apolo― de papel. Escribir en una página la frase con la que he comenzado hoy este artículo. Dicen que ha muerto Hermida... pero yo no lo creo...

Eduardo Fraile

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