sábado, 25 de julio de 2015

Las alfombras



Y también hubo ese verano (aunque quizá fueran dos veranos)
en que todos los moros del mundo, de repente
(los Mohamed, los Alí, los Abú, los Aladino),
iban con una alfombra al hombro, como en las Mil y una noches,
pero en plan comercial. O sea que querían vendérnoslas
―¡Barato, muy barato! ¡Treismil treiscientas!
a como diera lugar. Subían por las escaleras
de los pisos (sus convolutos no cabían en el ascensor),
atravesaban los semáforos, pisando la dudosa luz
de las horas de la siesta, del atardecer, perseverantes, constantes,
a punto de desfallecer siempre, pero siempre invencibles…
y por esas carreteras de Dios que llevaban a los pueblos
profundos de Castilla, a pie, por los arcenes
(quiero decir por las cunetas): ―¡Mira!
¡Un moro con alfombra! Quijotes con su lanza, profetas
cristianos con su cruz. Surgieron de la nada
y parecía que siempre, desde el siempre absoluto
(como si nunca hubiera habido una invasión, una conquista,
y luego una Reconquista de ocho siglos y por fin una expulsión
de los moriscos en el siglo XVII)… estuvieran allí.
Moros que ya no eran los moros de la Guerra de Marruecos
o de la Guardia de Franco, sino moros con alfombra
como Majas con abanico o con mantilla, como toreros
con montera y capote, como flamencos con guitarra…
Y de la noche a la mañana desaparecieron
como los vendedores de rosas, como los yonquis
en las aceras y como los cantones y como los botijos.
Uno llegó una tarde a Castrodeza, con el calor de la canícula,
empapado en sudor. Y mi madre le compró su alfombra
¡Treismil treiscientas!― que nunca nadie desenrolló jamás.
Allí estaba, en un ángulo
de una alcoba fresquísima, de pie
casi tocando las vigas olorosas del techo.
Esperando volar.

Eduardo Fraile

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