sábado, 22 de agosto de 2015

El pespunte



Madre, recuerdo aquella vez que me cosiste,
con hilo de oro, un pantalón vaquero: era el verano
de 1977, de mi adolescencia, de la inseguridad
sobre mi propio cuerpo: ¿sería yo (es decir, aquellos huesos
larguiruchos, aquellos granos en la cara) hermoso
para alguien, para alguna de aquellas
chicas con las que habíamos quedado? Yo quería
gustar, no darles asco, al menos, y era el día siguiente
(domingo por la tarde) nuestra cita. ¿Pero a quién
de nosotros se le ocurriría invitarlas
a una merienda? Pues en un prado
junto al río Hontanija, hay árboles,
hacia la mitad del camino viejo entre Wamba
y Castrodeza, le explicaba a mi madre, que me miraba
con dulzura (¡Ay, majito!
Tú quieres ir hecho un pincel… ¡Si te vas a manchar
de verdín!), sonriéndose
para sus adentros. Tenía una camisa
verde botella, y pensé que los vaqueros
me quedarían mejor con sandalias (un look
un poco indio), y decidí, en consecuencia,
cortar los bajos y tijeretearlos, como haciendo
unos flecos. Vas a destrozar el pantalón,
dijiste, cómo se te ocurre, y te conté
con no poca vergüenza mis planes de conquista
o de caza. Vas a hacer el ridículo,
pero a base de bien, y te debieron conmover
mi poca idea (mi equivocada idea) de lo femenino
y de lo singular, mi timidez entreverada
de valentía, no sé, que tu hijo partiese
(que se aprestase a partir) con tan menguadas armas
a la batalla de los sexos… Trae,
dijiste entonces, y lo recuerdo ahora
para que tú me lo escuches decir
de nuevo, te voy a coser unos pespuntes
en pico, vas a ver…
No recuerdo sus nombres, la delicadeza
de sus facciones, la gracia de aquellos cuerpos núbiles
sobre la hierba. No volvimos a vernos
en posteriores veranos. No fue allí
donde me enamoré, pero una
de aquellas ninfas del pueblo vecino (como diciéndome,
quizá, ′me gustas tú′) me susurró al oído:
                                                              Cómo
mola tu pantalón…


Eduardo Fraile

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