sábado, 15 de agosto de 2015

El rapto



            En todos nuestros pueblos, que ahora reflorecen en verano y muestran algún fulgor de lo que fueron (cuando los animales y los hombres compartían un mismo afán y una misma esperanza) se celebra copiosamente La Asunción, apenas ya con su matiz religioso. Es la gran fiesta del verano, de la recolección, del reencuentro de los que se fueron con los que se quedaron, que ya son cada vez menos, cada vez más vencidos, maduros para la cosecha de la Muerte, que suele producirse en el invierno siguiente, con los fríos y la soledad.
            Seguramente ninguno de los chicos y chicas de las nuevas generaciones (excepto si son de Elche, quizá, donde se escenifica el Misterio) conocen el origen de esta fiesta, qué significa, qué sucede en la Asunción, quién, y por qué ángeles, es elevada… ni les importa. Pero como estas páginas tratan de la etérea condición de los seres alados, fijémonos un instante en esa escena: una mujer hermosa, con la belleza trascendida, aumentada por el dolor de la madre que ha perdido a su hijo, pero también por la alegría de la que va a reunirse con él, deja de pesar, de posar, y de repente se eleva, es alzada, izada, ensalzada al Paraíso.
            Si hemos amado a nuestra madre no imaginamos un cielo que no la contenga, que no sea ella, ninguna eternidad donde ella no esté a nuestro lado. Lo divino y lo humano son, en fin, la misma cosa. Uno la idealización de lo otro, su imagen, su metáfora.

Eduardo Fraile

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