sábado, 19 de septiembre de 2015

El verano del primer amor



            Porque también hay ese verano (y es una fruta de oro que fulge en la memoria) en que conocimos el amor. Y no nos imaginábamos que el amor pudiera ser así. ¿Qué, quién, dónde estaba la llave que abría las puertas del Paraíso? De repente los árboles, las ranas, el río con sus cristales de vidriera de catedral, el Universo en suma, se nos presentaba con todos los colores. Era como si hasta entonces lo hubiéramos visto sólo en blanco y negro. Y casi dolía respirar de lo bien que sabía aquel aire, aquellos labios que acababan de despegarse de los nuestros. Y el tacto de aquella piel, que era como tocar a la vez todas las campanas del corazón.
            Nuestro río era demasiado pequeño para nadar en él, como mucho pescar algunos peces, meternos en el agua a ver si cogíamos cangrejos levantando las piedras, o mirar a las ranas, que espejeaban sus verdes hasta el infinito. Si volviésemos allí descubriríamos que todo sigue igual, que los colores no han perdido nitidez, incluso el aire huele como olía ese verano, detenido allí como en una burbuja, preservado en una urna de delgado cristal. Hay cosas que amarillean, recuerdos a los que también llega el otoño y acaban desprendiéndose de las ramas de los árboles. Pero ése no.
            Si volviésemos allí… Hubo una llave que nos abrió la puerta del amor, y existe otra para poder regresar. No se llama evocación, no se llama recuerdo, con lo bella que es esta palabra, que significa volver a pasar por el tamiz del corazón… no se llama nostalgia, ni melancolía. Hay una entrada secreta donde volveremos a vivir de verdad (es decir, por vez primera) aquel amor. Y se llama haber vencido los engranajes del tiempo, haber roto los grilletes que nos encadenaban a su linealidad. Y se llama reviviscencia (es decir, renacimiento). Y se llama resurrección.

Eduardo Fraile

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