sábado, 7 de noviembre de 2015

«El Auto»

Creo haber hablado en otras páginas
de mis libros de aquel Coche de línea que nos llevaba al Paraíso
de la casa sin fin de la abuela Evarista
los veranos de Castrodeza. Hoy quiero fijarme, detenerme
en la parada de la carretera de su sucesor, ya más parecido a los autocares
de hoy. De hecho ya se decía ʺel Autoʺ
también, como entonces ʺel Cocheʺ, con esa mayúscula invisible
y enfática que le confería autoridad
(y dignidad y poder) sobre el espacio y el tiempo.
                                                                            Ya éramos adolescentes,
ya viajábamos solos de la ciudad al pueblo y viceversa,
ahora a la casa de Don Pedro, que fue un veterinario
de Castrodeza (el abuelo Bernardino
nos dejó esa casa insólita, que sería mi primer estudio
de escritor, cuando murió la abuela). El conductor, Teodoro,
y el cobrador, Alejandro, gobernaban el coche, el autocar de los 70,
de los 80 inclusive, ya los últimos guías,
dominadores de elefantes metálicos.
                                                       Era de color café con leche,
feo y petardeante, prismático, paradigmático…
Llevaba las sacas del correo en la bodega
con nuestros equipajes, oscilaba como péndulo de reloj o de metrónomo
4 veces al día, y nos veía crecer…
Tras un verano no volví
a la ciudad, al curso (al curso natural de los acontecimientos)…
En adelante el Auto me traería y llevaría de mi corazón
a los libros que habría de escribir
en soledad…

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