sábado, 5 de diciembre de 2015

Las nieblas

           Parecía que las nieblas eran cosa del pasado, como nuestra infancia, como si su desaparición hubiese sido un efecto natural del desarrollismo, de la modernidad, y de golpe volvían con la crisis, recalcitrantes, ominosas, con su olor a abrigos viejos y a postguerra. Las nieblas de Valladolid, el eterno catarro del Pisuerga.
             Y durante un tiempo tuvieron para nosotros un halo romántico (pero romántico del Romanticismo) y eran la bufanda natural sobrepuesta a nuestra bufanda de artista adolescente que llevábamos al cuello día y noche, en invierno y verano, como debía ser. Largos abrigos, tabaco negro de cajetillas francesas, Gitanes, Caporal, Celtas cortos, jerseys que nos tejían nuestras novias.
           Porque quizá nuestra imagen del romanticismo era más bien existencialista, la Náusea, L’être et le néant, la nada, la nonada, la pura ingravidez de vivir con muy poco dinero y sueños desmesurados, pisando la dudosa luz del día, la nebulosa luz del Purgatorio perpetuo que habríamos de atravesar hasta llegar a la Fama (que era una marca de dulce de membrillo), el reconocimiento y el Premio Nobel de Literatura.
           Qué cara de importancia poníamos, por Dios. Nuestro gesto era de úlcera de estómago (de conflicto interior), de que la unión de dos palabras (que nosotros estábamos en trance de favorecer) haría saltar la chispa que salvara al Universo, o poco menos. Pero el Universo había estallado ya hacía miles de millones de años luz, al otro lado de nuestra bendita niebla, y nosotros venga a querer crearlo de nuevo por pura y deliciosa estupidez, sin enterarnos…


Eduardo Fraile

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