sábado, 31 de octubre de 2015

La Fábrica



La Fábrica, su presencia ominosa, las paredes en ruinas
(con claros vestigios del incendio que la destruyó), y el silencio,
sobre todo el silencio que la envolvía, el misterio
que nos atraía a aquel lugar y a la vez nos rechazaba,
como si estuviera rodeada por una valla de alta tensión.
Nada nos impedía ir hasta allí, de hecho fuimos varias veces,
pero se respiraba mal, como si hubiese sido el escenario de un crimen.
¿Lo fue? ¿Qué pasó? ¿Por qué nadie nos decía nada
cuando preguntábamos? ¡Cosas de la guerra!,
fue todo lo que llegaron a explicarnos. ¡No vayáis a jugar por allí,
que podéis caeros en la presa! La presa
ya no tenía agua como la del molino del tío Félix,
que estaba más abajo y todavía funcionaba.
La Fábrica había sido una fábrica de harinas
y estaba así desde la Guerra. O la postguerra. Eso era todo
(al menos la versión oficial). Pero los niños saben,
intuyen, notan cosas que corroborarán
muchos años después. El tiempo
se adensa, se detiene, se embalsa en ciertas presas
que luego moverán ruedas de molino,
y esos molinos triturarán nuestras palabras, nuestra sangre,
el trigo y el latín, el oro puro
de nuestra infancia, de nuestra memoria,
hasta que caiga en un costal la delicada harina
de la verdad…

Eduardo Fraile

sábado, 24 de octubre de 2015

Murakamiana



            Todos los otoños llega Murakami a los escaparates de las librerías. La caída de las hojas de los árboles se hace metáfora, o se materializa, o alcanza su mejor imagen en las novedades de las editoriales. Pero lo de Murakami ya se ha convertido últimamente en una nueva estación que sus lectores esperamos impacientes.
            Pimball 1973, que no había sido traducida al español, se asoma este mes de octubre, unos días antes de fallarse el Premio Nobel, un año que el autor no tiene nuevo libro, a nuestras librerías (las que todavía no han cerrado). Se trata de dos novelas breves, las primeras obras del autor japonés, sí conocidas en el mercado anglosajón, además del de su propio país. Suena un poco todo a operación de marketing: a ver si los murakamistas (o murakamianos) nos retratamos ante las cajas registradoras. Y seguramente eso sea, pero el lector va a encontrarse con una descomunal sorpresa al llegar a Pimball 1973.
            Escucha la canción del viento tiene el valor documental de ser la primera obra de Haruki Murakami. Él nos desvela en el sabroso prólogo a esta edición cómo escribió su primera tentativa de novela en inglés, idioma que no dominaba suficientemente, y luego tradujo al japonés aquellas frases escuetas y de sintaxis envarada. Pero Pimball 1973, si nos dijeran que era la última creación de su autor nos lo hubiéramos creído a pies juntillas.
            Es magnífica, con toda la magia de sus grandes novelas. Incluso algunos detalles nos harían jurar que ha sido escrita ayer (conversación sobre hardware y software con un empleado de la compañía telefónica). Pero ayer, desde aquella consecución juvenil de gran maestro, es hoy y para nuestro deleite de lectores, siempre.
            ¡Ah! Y el ángel que hay en todas sus novelas, en este caso son dos: ¡gemelas!

Eduardo Fraile

sábado, 17 de octubre de 2015

Imagen del otoño



            En la primavera de nuestra edad amamos el otoño. Nos atrae, nos seduce esa cadencia, ese vencimiento natural de las cosas, el hecho de que la vida comience a preparar las maletas. Hay un halo como de anunciada tragedia en el paisaje (es el atardecer de la Naturaleza) del que milagrosamente permanecemos exentos, es decir, espectadores. Tenemos tanta vitalidad, que incluso la visión de la muerte no nos toca, o nos toca sólo líricamente.
            La juventud es épica, la madurez es lírica, la ancianidad es simplemente dramática. Supongo que a lo que se pudre, a lo que cae (incluso con belleza) no le gusta la caída, ni la putrefacción. Y esas imágenes del otoño, con sus hojas por el suelo, como los folios perdidos de un poeta maldito (Verlaine, digamos: les sanglots longs des violons en automme…/ los largos sollozos de los violines en otoño…) no nos harán tanta gracia cuando seamos nosotros el árbol desnudándose.
            Y nos encanta en esa primavera de la vida Vivaldi, sus violines, precisamente, que hieren nuestro corazón con… ¿monótona languidez? No, más bien todo lo contrario, amenizando la fiesta de la vendimia, dionisíacos. El otoño de verdad es Albinoni, y, ciertamente, Beethoven. Ellos sí saben herir donde más duele.
            La caída de los ángeles tuvo que ser un otoño… O no, a lo mejor era ya invierno, con las primeras nevadas…

Eduardo Fraile

sábado, 10 de octubre de 2015

Las abejas



En casi todas las casas había una colmena
(o dos o tres), y sobre todo en las horas de la siesta
había que atravesar con cuidado algunas calles
y tener precaución cerca del río, a las Puentes,
donde iban a beber. Casi todos los veranos sufríamos alguna picadura,
supongo que más por culpa nuestra que otra cosa. El abuelo
Bernardino (según mi madre) cataba la miel de la colmena
del sobrado de la casa sin ninguna protección.
Y era verdad. Aprendimos a no tenerlas miedo
(a las avispas sí), a sentir su bendición, su bordoneo
como algo que tenía que ver más con la luz, con el tiempo,
con las medidas antiguas, como el reloj de sol
y las leguas y las iguadas
y las fanegas y los cuartillos y los celemines.
Ya no quedan colmenas en las fachadas de las casas
de adobe (una mínima abertura con una media teja
que daba entrada a una oquedad cilíndrica
en el muro: un escriño de mimbre allí empotrado
con la tapa por el lado del desván), las abejas
mueren por los insecticidas y los pesticidas
que usan los agricultores… y de repente descubro
que tengo una colmena en la chimenea de la Gloria
(nunca usada por nosotros, que habitamos esta casa
sólo en las vacaciones de verano). Podría
no haberme dado cuenta, de hecho no sé desde cuándo están ahí
ronroneando, destilando su oro, protegiéndome…

Eduardo Fraile

sábado, 3 de octubre de 2015

Estación en Tansonville



            Aquel Paraíso que nos fuese vedado (porque seguramente era la casa donde vivía nuestro amor), andando el tiempo quizá acabe convirtiéndose en nuestra propia residencia. Y quizá la habitaremos con ella, y daremos largos paseos por la comarca (e incluso pescaremos truchas en la Vivonne, o como se llame el río que atraviesa nuestra memoria), ya sosegada aquella angustia del enamoramiento, ya bendecidos y absueltos por el deseo, que no se acaba sino con la vida.
            Y recordaremos juntos todo aquello que nos pasó por separado, porque el azar (par hasard Balthazar) así lo quiso, o el destino, o nuestra propia torpeza de adolescentes… Y ella dirá: «Si tú me hubieras dicho entonces esto, o esto otro…», pero reiremos sabiendo que las cosas son como tienen que ser, y si yo la hubiese dicho aquello otro, o lo de más allá, quizá no hubiéramos dado ese largo rodeo que nos llevaba al reencuentro y que de algún modo nos había mantenido secretamente unidos.
            Y esperanzados, y puros. Y ardiendo sin consumirnos en la hoguera de los amores imposibles. No mancillados por la cotidianeidad, por lo real, por la usura del tacto de la vida…

Eduardo Fraile