sábado, 28 de noviembre de 2015

Las pesas

Las pesas del reloj de pared, que iban bajando
según se le acababa la cuerda, y tocaban casi el suelo, y era como si el reloj se                                                                                                         [pusiera de puntillas.        
Entonces el tío Emeterio se subía a un taburete
con la llave en la mano, y volvía a dar cuerda al reloj,
con su hermosísimo péndulo
dorado y gravitacional
cuyo fiel rasgaba el aire fresco de la sala
de nuevo. Porque aquel era el corazón de la casa
y no había que dejar que se pararan sus latidos, su música,
su carillón. Nosotros
también queríamos dar cuerda a aquel juguete
que marcaba las horas del verano, y el tío Eme nos aupaba
por las axilas y nos dejaba intentarlo.
Aun a dos manos (nuestras manecillas
de niños de ciudad) no podíamos izar una pizca aquellas pesas
de oro inmemorial.


Eduardo Fraile

sábado, 21 de noviembre de 2015

Los baúles II

Los baúles exhalaban un olor mezcla de naftalina,
lienzos, madera, tiempo, melancolía…
Quizá llevaban cerrados largas décadas
o contenían el ajuar de alguna de las bisabuelas,
todo bordado con sus iniciales y que nunca llegaron a estrenar…
Tardes soleadas de sus infancias dedicadas a labrar
(a hacer labor) para cuando llegaran a casarse,
y luego se casaban o no (quedarse para vestir santos,
se decía), pero de cualquier manera esas sábanas delicadísimas
no se usaban jamás. Quien haya entrado
en una casa de adobe y de vigas de madera
con frescor de cántaros y una colmena en el desván…
Quien haya respirado ese aire como venido de otra época
y se haya sobrecogido ante el silencio maravilloso
que habita en su interior, sabe de lo que hablo.
Porque los baúles olían así, a eso, a ese misterio
sin resolver, porque nunca se abrían,
su misión era estar en las alcobas
quietos, como dormidos, decididos a esperar
eternidades…


Eduardo Fraile

sábado, 14 de noviembre de 2015

Inés Arrimadas

Ella es el hecho diferencial, de azul eléctrico
entre la grisura mediocre de los patanes. Su belleza novísima
(porque la belleza es siempre por primera vez), su voz valiente
y clara acariciándonos. Quizá este despropósito,
la Náusea que sentimos al oír el martilleo
recalcitrante de quienes han cortado las bolsas que sonaban,
que tintineaban como risas de doncellas,
y un ala de cada parvulito… quizá los altos cielos
arañados de Cataluña (o de Catalomnia, como soñaran megalómanos)
hayan tenido que sangrar para que Inés surgiera
como Juana de Arco y se encarame a la muralla del hastío
y del vómito con su mirada de flecha natural.
No ha nacido una estrella (la que ella lleva dentro),
simplemente una mujer arde en la oscuridad
de las cavas de la ignominia,
                                            y amanece.


Eduardo Fraile

sábado, 7 de noviembre de 2015

«El Auto»

Creo haber hablado en otras páginas
de mis libros de aquel Coche de línea que nos llevaba al Paraíso
de la casa sin fin de la abuela Evarista
los veranos de Castrodeza. Hoy quiero fijarme, detenerme
en la parada de la carretera de su sucesor, ya más parecido a los autocares
de hoy. De hecho ya se decía ʺel Autoʺ
también, como entonces ʺel Cocheʺ, con esa mayúscula invisible
y enfática que le confería autoridad
(y dignidad y poder) sobre el espacio y el tiempo.
                                                                            Ya éramos adolescentes,
ya viajábamos solos de la ciudad al pueblo y viceversa,
ahora a la casa de Don Pedro, que fue un veterinario
de Castrodeza (el abuelo Bernardino
nos dejó esa casa insólita, que sería mi primer estudio
de escritor, cuando murió la abuela). El conductor, Teodoro,
y el cobrador, Alejandro, gobernaban el coche, el autocar de los 70,
de los 80 inclusive, ya los últimos guías,
dominadores de elefantes metálicos.
                                                       Era de color café con leche,
feo y petardeante, prismático, paradigmático…
Llevaba las sacas del correo en la bodega
con nuestros equipajes, oscilaba como péndulo de reloj o de metrónomo
4 veces al día, y nos veía crecer…
Tras un verano no volví
a la ciudad, al curso (al curso natural de los acontecimientos)…
En adelante el Auto me traería y llevaría de mi corazón
a los libros que habría de escribir
en soledad…