Cuando
nos fuimos de Madrid (o, mejor dicho,
cuando
no regresamos tras las vacaciones), a la angustia
de
la vuelta al colegio se sumó la de la casa
nueva,
la de la nueva
ciudad,
que era Valladolid (paradójicamente
Valladolid
me parecía más grande y más ruidosa que Madrid).
La
casa estaba a medio terminar, las escaleras
sin
banzos, con las herramientas de los albañiles
tiradas
en los descansillos… Los muebles los subieron con poleas
por
el balcón. Dormimos la primera noche (la primera
noche
que no dormí) con la sensación de estar dentro de la bodega de un barco
en
mitad de la tormenta. A la mañana siguiente
mi
padre nos llevó a la plaza de San Juan, a los columpios.
Había
una fuente en medio, de la que salía un chorrito
de
un pitorro, y una caseta verde donde vendían melones
a
un lado. Como no había dormido
ni
una gota, notaba el cuerpo raro, con una intranquilidad
parecida
a cuando mi padre estaba en el hospital
con
el oxígeno. Luego las negras y alargadas botellas
ocuparon
nuestra casa luminosa de Madrid. Llegué a pensar
que
de mí (sólo de mí, de que yo fuera bueno)
dependía
su curación definitiva. Iba a la compra con el serillo de mi madre
con
tres años. Aprendí a leer
con
cuatro, y cuando las cosas parecía que comenzaban a encajar
unas
en otras sin violencia, sin sangre,
con
dulzura y naturalidad… ¡Zas!:
se
produjo la expulsión del Paraíso.
Eduardo Fraile
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