Bajando
por San Telesforo, a mano izquierda
según
salíamos de nuestra casa, allá al fondo,
un
arco de estructura metálica con la inscripción:
CIUDAD
DEPORTIVA. Cada vez que vuelvo por allí
lo
busco y ya no está. Tras esa puerta de mi memoria
había
pistas de baloncesto, de patinaje, de tenis…
entre
los árboles y la vegetación, de cemento
Portland
desportillado, quizás alguna portería de fútbol
o
balonmano, no sé, un parque con columpios
de
tubo de hierro, las paralelas, la bola,
los
toboganes pulidos por el algodón remendado
de
nuestros pantalones cortos. Qué niñez
la
mía de Madrid, tras unos arcos como de torre Eiffel
de
fragua, de mecano, que marcaban la entrada
a
nuestra pista de recreo. El Liceo San Fernando,
mi
primer colegio, en los mismos soportales
de
casa, no tuvo nunca patio, ni falta que le hacía:
el
pequeño jardín
frontero
con rosales y motos Vespa, y la Ciudad
Deportiva
calle abajo. Para qué más.
Quién más,
mejor dicho, más exactamente.
Mi
infancia, mi niñez, sus hectáreas de tiza,
sus
paralelogramos de pizarra, sus polígonos
demarcados
por líneas puras, de colores, sin peso,
o
por montones de carteras (dentro cabía la cartilla
El Parvulito
y un cuaderno
de
rayas, para que no se nos torcieran los renglones).
Hoy
todo ese terreno, que no encuentro en los mapas
ni
en la planimetría de Madrid, me da cosechas
de
espigas de oro, como las que agavillo aquí.
Eduardo Fraile
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