Inquietantes y exóticas, femeninas
hasta la extenuación, valientes y aventureras, vagamente orientales cuando no
decididamente japonesas de Osaka (o de Ookunohari) o alemanas de Hanoi, o
francesas de San Francisco, o rusas de ninguna Rusia de un tatuaje: Nadezhda, Marie, Schneider, Wataksi, e incluso sin un nombre que grabar en el corazón,
tan solo una inicial, la letra del silencio compartido del beso, y de la
ansiedad y el delirio del amor: H.
Las chicas de Pedro Casariego, las
heroínas de sus 6 libros/puzle, emergen de ese magma inestable y fragmentario
de los textos encadenados con una personalidad magnética, imponiéndose en la
memoria del lector a los protagonistas masculinos, e incluso a la voz del
propio narrador. Ellas son el enigma y la piedra preciosa de donde procede toda
la luz.
La
canción de Van Horne, La risa de Dios, Maquillaje, El hidroavión de K., La voz
de Mallick… Incluso en el 6º de estos libros, Dra, una aventurera finlandesa, ella,
el ella eterno y cambiante de su poesía, sólo es nombrada así, o como ‘la dama’:
«Ella resplandece como una tarta de cumpleaños…», «Ella cae/ en la trampa de la
ortiga…», «El cisne/ recibe de la festiva dama/ un terrón de hierba…», «La dama
coge el ladrillo/ (un ladrillo de nube)», la dama esto, la dama lo de más allá…
No me es difícil ver ese pequeño rumor
de las alas escondiéndose, la travesura del fulgor de sus miradas. De su
mirada, pues al cabo son una: una invitación, una aceptación, quizá la clave
(la llave), quizá el porqué: de cualquier modo la puerta que da acceso al Paraíso.
Eduardo Fraile
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