sábado, 21 de mayo de 2016

A Nausícaa

            Así se llama uno de mis primeros libros, como dedicando mis palabras azules al instante, a la fugacidad, a la belleza novísima, increada, adolescente… Porque Penélope era más la permanencia, la inmanencia (no quiero poner aquí fidelidad), la serena sonrisa del agua en el remanso, no sé, sí sé, pero el fulgor, el brote, la ráfaga primaveral que nos sacude la sangre… eso era la maravilla de ser náufrago en la playa del país de los feacios y que nuestros ojos descubrieran a la princesa Nausícaa jugueteando desnuda entre las olas, rodeada de sus amigas salpicantes, chapoteantes, reidoras y derrochadoras de gracia y de perfumes.
            Qué destino el del héroe. Ha de cumplir su misión, su regreso, completar ese círculo (o esa figura geométrica, la que sea), porque el destino ama los números y la exactitud. ¿Por qué no quedarse aquí, con la hija de Alcínoo, por qué no entregarse de lleno a la felicidad? Siempre el sentido del deber, el impulso que nos lleva hacia lo que ha de ser hecho, ay, Ítaca, Ítaca.
            Sabemos qué fue de Ulises, pero ¿qué pasó luego con Nausícaa? Algunas fuentes de la mitología sugieren que se casó con Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, pero en general persiste el misterio en torno a ella. Quizá el más bello momento de la literatura universal no puede ser empañado por la usura del tiempo, del transcurso, de la cotidianeidad. Ella se enamoró de Ulises, cuenta la Odisea, y su padre estaba dispuesto a entregársela. Pero el héroe decidió partir…


Eduardo Fraile

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