Echo
de menos los paseos con Ariadna y Casandra
por
los alrededores de la Catedral. Ir a recoger las plumas
de
las cigüeñas, escalar por las piedras del atrio
(ellas
dos), y luego penetrar en el frescor resonante
y
oloroso del templo para encender velillas
en
los lampadarios, o comprar alguna postal del museo,
o
sentarnos en un banco a escuchar la música del órgano
si
alguien lo estuviera tocando. Han crecido.
Sus
padres se han separado. Nos encontramos a veces en la frutería,
y
ya no son las niñas que salen en uno de mis libros,
pero
de alguna forma siguen en mi corazón,
creciendo,
haciéndose mayores, olvidándome…
O
quizá no, creciendo en estatura y en belleza
hasta
ese cielo en que las deseé junto a mí.
Eduardo Fraile
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