sábado, 14 de mayo de 2016

Las mil y una noches

            Ella estaba intentando abrir la puerta de mi casa con su llave. Me di cuenta enseguida de que todo era un error, la madrugada y el alcohol, su belleza, que olía a flores (o es que ahora hacían así de perfumados los gin-tonics).
            ─Te has debido de confundir de piso, éste es el segundo B.
            ─¡Oh! ¡Perdón! ¡Creía que era el 4º! Y lo dijo así, con todas las admiraciones en su sitio (y olía también levemente a sudor de discoteca).
            ─Bueno, te invitaría a entrar, pero soy un viejo verde oscuro, tanto casi como tu camiseta (que dejaba ver unos tirantes burdeos del sujetador).
            ─¿Y si entro qué me harás?
            ─De todo y muchas veces, puedes estar segura.
            ─¡Hummm!
            Y se quedó allí viendo cómo me temblaban las manos al introducir mi llave. Sonrió. Bueno, hizo tintinear su risa de cubitos de hielo entrechocando en algún cometa de la galaxia, pues los cometas están hechos de hielo, recordé vagamente, y por analogía vi esa imagen (esa metáfora que siempre vale más que mil palabras) del cielo eyaculando, y ya no pude resistirlo más.
            ─Mejor vete ─dije sin voz.
            ─Vale ─dijo también ella bajísimo, pero seguía allí, franca e inapelable.
            ─Vale qué ─y lo dije tan cerca de sus labios que no sé si me oyó.
            ─De todo, muchas veces, duro, seco y abundantemente…


Eduardo Fraile

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