Creo que aquella inaplacable
sensación de zozobra, y de angustia, como de ir en un barco por el mar de la
noche, no se aquietó hasta el amanecer. Los armarios sin montar, la ropa en
cajas que impedían el paso, los golpes de los albañiles en la escalera, pues
aún no estaban rematadas las obras… La ciudad nueva que amanecía con ruidos
nuevos, el tráfico de la calle de las Industrias, el traqueteo de las vías del
tren cuando pasaban los mercancías, la voceadora de periódicos: ¡El Norte! ¡El Diario! ¡Libertad!
Empezábamos el día como estorbando y todo nos rechazaba. Mi padre nos llevó a
los columpios de la plaza de San Juan, pero ese malestar no desaparecería hasta
mucho después, días, años quizá. O quizá dure hasta hoy. Cuando vuelvo a Madrid
noto que soy de allí, que esa luz y ese aire me reconfortan, me serenan… Pero
había que aclimatarse cuanto antes, porque el curso empezaba ya el lunes
siguiente. Valladolid, qué difícil era todo en ti, junto al horrible Esgueva
que hoy es un río limpio y coqueto (de hecho, aquí siempre hemos dicho La
Esgueva…), junto al Pisuerga grande lleno de ahogados que sacaba el Catarro con
sus extrañas pértigas… Quizá en el futuro pasearía por sus aguas en barca junto
a alguna señorita, pero de momento no parecía que remar fuera lo mío, que
estaba mareado desde que nos instalamos en la casa nueva. Quizás en el futuro
me sentaría en esta silla y escribiría en mis cuadernos (de bitácora) el diario
de mi corazón…
Eduardo Fraile
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