sábado, 27 de agosto de 2016

El minarete


Parecía una estampa de Las mil y una noches
(una de aquellas láminas en las que aparecía una ciudad
entre las dunas anaranjadas). El páramo de Villanubla,
todo cubierto de ondulantes espigas, era atravesado por el Coche de línea
de Ciguñuela, Wamba, Castrodeza, Torrelobatón, San Pelayo…
Sólo cielo y trigal (aunque nuestro amarillo era más rubio de cebada),
y como única elevación o distorsión de esa esencialidad,
de esa especie de ascética o de mística del horizonte,
un minarete árabe (o que así nos lo parecía a nosotros
con naturalidad: de hecho, en Wamba tenían una iglesia
con arcos de herradura). Pero esa torrecilla,
casi flotando sobre el mar cereal, temblaba con visos de espejismo,
y nosotros la veíamos a través de las ventanillas
del autobús como una primera aparición del verano,
una primera entrega del surtido de deslumbramientos
que nos esperaba en la casa de la abuela Evarista,
en Castrodeza. Y quizá imaginábamos una expedición
a la conquista de aquella rara espiga, una tarde
cuando aprendiéramos a andar en bicicleta. Brillaba
como si tuviese un capuchón de oro, tipo Taj-Mahal.
¿Estaría habitada? ¿O acaso se trataba de un palomar distinto
de los rechonchos columbarios de la Tierra de Campos?
Hermosa y solitaria entelequia, quizá producto de nuestra imaginación.
Y el secreto sería desvelado a su tiempo (a nuestro tiempo:
¿y tú qué tiempo tienes?, nos decían para preguntarnos la edad):
cuando aprendimos a comprender (a integrar cada parte
en el todo) que aquella desviación para entrar en Ciguñuela
el ramal de Ciguñuelaiba cayendo como al interior de una hondonada
donde se sentaba ese pueblo, cuya iglesia de piedra
era la propietaria de una torre muy alta que se empinaba, que se ponía de puntillas,
como para ver lo que pasaba en la llanura.
Como para vernos pasar.

Eduardo Fraile

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