Los cuadernos de verano, los diccionarios de francés,
las novelas que leeríamos en las copas de los árboles
(en el nogal, en el manzano, en los cerezos…),
los álbumes de dibujo, con sus láminas esperando
nuestros lápices de colores, las pinturas-pastel, los
carboncillos…
y los libros antiguos que rescatábamos en los desvanes,
en los sobrados
de la casa de la abuela Evarista, en maletas de madera,
en los baúles
compartiendo reposo con ropajes de antaño y olvidados
tesoros (encontrábamos también maravillosas monedas
cuyo valor desconocíamos). Las horas de la siesta eran
sagradas,
se podía delinquir pero en silencio, para no despertar a
los mayores,
entregados al sueño. Eran una hora o dos, todo lo más,
en que leíamos y escribíamos y soñábamos despiertos…
Desde muy niños, cuando veníamos de Madrid atravesando
carreteras
polvorientas en el taxi de Ramón, aprendimos a desear
esas horas
que eran más nuestras, que se convertían por
incomparecencia
de los mayores en nuestro reino particular, donde todo
podía ser posible,
y explorábamos, inventábamos, fingíamos gobernar
ese vasto dominio, y ampliarlo y perderlo
quizás un día (sin saber que esto último se haría
dolorosa
y magnífica, y amurallada e inexpugnable verdad),
para siempre.
Eduardo Fraile
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