Yo le llamaba Francisco
(Francisco el de la Vero,
como siempre se dijo en casa),
así que nunca me acostumbré
a llamarle Paquete, o
Paco simplemente, como hacían sus amigos.
Seguía llevando la pequeña
mercería de su madre,
mercería/droguería, y hacía
trabajos de carpintero y de pintor
de brocha gorda. Esos años
de mi noviciado de escritor
(1979. 80, 81) pude conocerle más estrechamente:
su bondad natural, su
inteligencia compasiva, se podría decir,
con las cosas y las personas.
Todavía tengo en casa
unos bastidores de madera que
me hizo
y que no he querido usar aún, y
han pasado 35 años
o más. Con Urbano, Venancio,
Secun y Tomás
sacamos la revista El Cueto.
Y también formamos parte del grupo de teatro
de Castrodeza (Paco no de
actor, sino de carpintero de escena),
y bueno, tantas cosas que con
él era fácil de llevar adelante…
La cosa es que luego murió casi
enseguida
(el 85 o así), no sabría hoy
decir de qué: le vi en el sanatorio
sólo una vez, muy rápido, muy
tarde ya,
él se iba y yo no quería (no supe,
la verdad, nunca he sabido) despedirme…
Él era todo aquello que no
quisiéramos que muriese nunca,
y el olvido echa rápido esa
manta marrón
sobre la tierra…
Antes de caer malo, cuando
publiqué NOPOEMA,
se lo llevé a su casa y le
prometí que le traería siempre
todos mis libros (recuerdo una
pequeña balda con libros y papeles
en el comedor). No cumplí mi
promesa (no le veía sentido
no estando él ya). O quizá sí,
de alguna secreta manera,
sí he podido cumplir, de
corazón a corazón,
de carpintero a carpintero (y
de pintor a pintor).
No necesito llevar libros a su
casa cerrada
―abierta en el verano por sus
hermanas Marta y Antonia―
o depositarlos sobre su tumba.
Él me sabrá disculpar.
No necesita mis palabras para
saber que le recuerdo,
y esto lo sé de buena tinta,
para poderme leer.
Eduardo Fraile
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