sábado, 1 de octubre de 2016

Carroggio Ediciones

Voy a escribir el poema de Carroggio Ediciones, cuyos libros
y enciclopedias faltan en mi biblioteca. En las Ferias
del libro, en las Ferias de muestras, en las Ferias
de lo que fuese, allí había una caseta de Carroggio Ediciones,
como las de Planeta o Salvat, Plaza & Janés o Círculo de Lectores.
Qué dura ha debido ser la vida del placista,
que así se llamaban aquellos vendedores ambulantes
a comisión, como los cómicos de la legua, como los predicadores
anarquistas, como los chocolateros de Vezdemarbán,
qué sé yo, quiero rendirles homenaje
ahora que ya sé lo difícil que es vender cualquier cosa,
pero muchísimo más si esa cosa consta de un conjunto de páginas impresas.
¡Hurra! Bravo por vosotros, vendedores de biblias
y enciclopedias, y de Historias de España
y del Arte, y de infinitas colecciones de novelas y cuentos
y Quijotes ilustrados por Doré, o los grandes bostezos
del pensamiento universal. Cuántos padres
de hijos como yo se entrampaban a plazos (de ahí lo de ʹplacistasʹ)
para adquirir esas frondosas toneladas de papel…
no para ellos, sino para que nos iluminaran y nos diesen calor
a nosotros, y nos hiciéramos hombres de provecho.
Persigo ahora por librerías de viejo, o en el Rastro,
esos libros que en su día desprecié. Internet
es el ama de Don Quijote, que ha arrojado a la hoguera
del corral toda esa leña santa, todas esas palabras
esculpidas, grabadas sobre papeles de hilo
(o de pulpa, qué más da). Gutenberg ha muerto
y los que perseveramos en el amor del papel
y la tipografía, seremos perseguidos como criminales,
como los romanos que se retiraban a las villas
(villanos) aisladas en los pagos rurales (paganos) a morir en su fe
panteísta. Qué lejos
parece que está todo, pero qué cerca la muerte
de lo que amamos. Y era el domingo final,
el cierre de las Fiestas de San Mateo. Valladolid
1978 o 79. Y fui solo a la clausura de la Feria de Muestras,
donde de niños nos llevaban nuestros padres: el pabellón
del Cola-Cao era nuestro preferido: siempre regalaban una pala
o una pelota, o algo, que nos consolaba del final del verano
y la vuelta a los colegios. Fue mi primer trabajo
remunerado, si lo miramos bien. El hombre de Carroggio
Ediciones, cuyo stand estaba curioseando
me dijo: ─Chico, si vienes luego a ayudarme a desmontar
te ganas 200 pesetas y un bocadillo.
Debió verme muy delgado, con la mirada febril
y una chaqueta vieja del abuelo Bernardino
(con los bolsillos vacíos, ésa era la verdad).
Y fui cuando ya la gente comenzaba a ralear y la tristeza
se apoderaba de todo, del muñeco de Michelín, de los tractores
Deutz, de los vehículos flamantes que servían de asiento a tórridas azafatas,
aburridas y acalambradas por los altos tacones
y la electricidad estática que generaba la fricción de sus culos
sobre la chapa de las carrocerías, y le dije: ─He venido
como quedamos. Y estuve un par de horas acarreando cajas
de libros (esos libros que un día escribiría
yo) hasta la furgoneta ─una DKW─ del placista
de Carroggio Ediciones. Tras el último viaje
(dudé un momento si cumpliría su palabra) me dio los dos billetes
y se comió conmigo un bocadillo de tortilla
en la caseta de una de aquellas marcas de cerveza de entonces:
El águila, Skol, La cruz blanca, qué sé yo,
y al despedirnos me estrechó la mano:
─Adiós, chaval, pero qué flaco estás.
¡A ver si un día te veo en nuestra colección de Premios Nobel!


Eduardo Fraile

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