Estoy
preparado para morir, confesaba en una de sus últimas entrevistas. Luego
quiso desdecirse en otras declaraciones que todos hemos visto reproducidas
ahora, en los periódicos y en los telediarios, pero la muerte ya le había tomado la palabra. Esta frase no es mía,
la oigo en alguna de las cadenas, así, como si fuese un verso del propio
Leonard Cohen. Su voz, su música, esa manera de crear el misterio, de abrir
nuestro corazón a la grandeza… del amor, de la muerte, de lo que fuese, porque
había otras palabras comunes y corrientes, o algunos nombres de mujer ─Suzanne,
Marianne─ que alcanzaban en sus canciones la categoría de palabras sagradas.
Mira, un cantante que sí hubiese
merecido el Nobel de Literatura. Sin entrar en la polémica Dylan ─no creo en Zimmermann, dice Lennon en
uno de sus himnos─, creo que todos hemos pensado lo mismo, y su muerte ha
quedado también como una sencilla salida del escenario, que son las que más se
hacen notar.
Pocos meses antes partía hacia la
inmortalidad la que fuera su musa de juventud… Él la despedía con una hermosa
carta que también hemos leído en algún medio ¿de comunicación? Su Hallelujah, sin ser propiamente una
oración, con todas sus versiones, diversiones, conversiones y perversiones, la
de Aute incluida, quizá sea la oración más rezada del Universo, en seria
competencia con el padrenuestro, seguro que en el Paraíso se harán bromas sobre
esto, la lista de los más… los n ͦˢ 1 de la Trascendencia, de la Totalidad…
pero si quiero recordar para siempre (el pequeño siempre al que podemos aspirar
en la Tierra) alguna de sus creaciones, elijo aquella primera despedida: So Long Marianne. Sólo poseemos lo que
ya hemos perdido. Sólo lo que ha muerto ya no puede morir.
Eduardo Fraile Valles